La Doctrina Social de la Iglesia es desconocida por la inmensa mayoría de las personas en este mundo de hoy. Es incluso desconocida por muchos economistas y hasta por una mayoría de católicos. Peor aun, muchas veces la confunden con teorías socialistas o marxistas, pese a que se basa en una ética radicalmente distinta. Otras veces la califican erroneamente de doctrina religiosa, pese a que se trata de un mecanismo ético que puede ser adoptado por quienes profesan cualquier religión o se autoidentifican como agnósticos o ateos.
Entre sus importantes planteamientos, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, publicado en varios idiomas por el Vaticano, destaca y aclara con precisión la función del Estado. La propuesta se basa en los principios de subsidiariedad y de solidaridad, que son esenciales en la doctrina social, así como en la defensa del más débil, aceptando la intervención del Estado sólo cuando tiene que enfrentar circunstancias de abuso o de inestabilidad en "situaciones excepcionales", pero en un "contexto de libre mercado". Así podemos leerlo en sus acápites 351 y 352:
351. La acción del Estado y de los demás poderes públicos debe conformarse al principio de subsidiaridad y crear situaciones favorables al libre ejercicio de la actividad económica; debe también inspirarse en el principio de solidaridad y establecer los límites a la autonomía de las partes para defender a la más débil. La solidaridad sin subsidiariedad puede degenerar fácilmente en asistencialismo, mientras que la subsidiariedad sin solidaridad corre el peligro de alimentar formas de localismo egoísta. Para respetar estos dos principios fundamentales, la intervención del Estado en ámbito económico no debe ser ni ilimitada, ni insuficiente, sino proporcionada a las exigencias reales de la sociedad: «El Estado tiene el deber de secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis. El Estado tiene, además, el derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de monopolio creen rémoras u obstáculos al desarrollo. Pero, aparte de estas incumbencias de armonización y dirección del desarrollo, el Estado puede ejercer funciones de suplencia en situaciones excepcionales».
352. La tarea fundamental del Estado en ámbito económico es definir un marco jurídico apto para regular las relaciones económicas, con el fin de «salvaguardar... las condiciones fundamentales de una economía libre, que presupone una cierta igualdad entre las partes, no sea que una de ellas supere talmente en poder a la otra que la pueda reducir prácticamente a esclavitud ». La actividad económica, sobre todo en un contexto de libre mercado, no puede desarrollarse en un vacío institucional, jurídico y político: «Por el contrario, supone una seguridad que garantiza la libertad individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes». Para llevar a cabo su tarea, el Estado debe elaborar una oportuna legislación, pero también dirigir con circunspección las políticas económicas y sociales, sin ocasionar un menoscabo en las diversas actividades de mercado, cuyo desarrollo debe permanecer libre de superestructuras y constricciones autoritarias o, peor aún, totalitarias.
Es importante señalar que el indispensable principio de subsidiariedad, que es uno de los ejes de esta Doctrina Social, aboga por una amplia descentralización del Estado con el objetivo de dar más poder a las comunidades, municipios y provincias (o Estados federales) a la hora de decidir y resolver sus necesidades y problemas particulares. Por tanto, el Estado central que adopte esta política no controla sino que interviene sólo para proteger y garantizar el respeto a las leyes y, en particular, a los derechos humanos, los cuales no pueden ser relativizados por leyes injustas.
Así lo interpreta la Economía Social de Mercado, aunque no hay en las encíclicas –ni tampoco en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) que les da coherencia– una teoría económica definida, salvo el reconocimiento de derechos –como es el derecho a la propiedad privada o a la libre empresa, o como es el derecho al trabajo justamente remunerado– y de principios –como el del bien común–, que implican un mecanismo de justicia social mediante un limitado mecanismo de redistribución de la riqueza.
Por tanto, hay una cuestión fundamental en este análisis: el bien común; pero es indispensable añadir otra: el principio de subsidiariedad. El bien común de un grupo social es pues el fin común por el cual los integrantes de una sociedad se han constituido y relacionado en ella. Ese bien común tiene como característica distintiva el hecho de que por su propia naturaleza es esencialmente participable y comunicable a los integrantes del grupo social, reconociendo que el Estado todopoderoso y omnipresente NO es la vía idónea para fomentarlo.
Si bien tenemos que analizar que la DSI define al “liberalismo económico” como ajeno a la subsidiariedad, reconoce también en el otro extremo de la economía centralizada que a medida que se desarrolla va fomentando un régimen cada vez más autoritario, en el cual muchos de sus defensores atacan el concepto de subsidiariedad como un peligroso obstáculo que paralizaría al Estado en el cumplimiento de su misión.
Planteadas estas dos cuestiones fundamentales –el bien común y el principio de subsidiariedad– podemos formular una Economía Social de Mercado basada en la organización de los mercados, buscando el mejor sistema de asignación de recursos y tratando de corregir y proveer las condiciones institucionales, éticas y sociales para que funcione de forma eficiente y equitativa. El término fue acuñado por Alfred Müller-Arnack en Dirección económica y economía de mercado, una obra escrita en 1946, en la que establece que la Economía Social de Mercado es la “combinación del principio de la libertad de mercado con el principio de la equidad social”.
El propósito consiste en sintetizar las ventajas del sistema propuesto por el liberalismo, que propone fomentar, por motivos egoístas, la iniciativa individual, la productividad, la eficiencia y la tendencia a la autoregulación, en conjunción con los aportes fundamentales de la tradición social cristiana de solidaridad y cooperación.
Esto significa buscar un equilibrio entre la libertad económica, que implica una ausencia o, por lo menos, un freno a cualquier medida coactiva del Estado a la actividad económica, con la justicia social en la búsqueda legítima de la igualdad de oportunidades en el plano económico para el despliegue de los propios talentos en un ambiente de solidaridad con los más necesitados o menos favorecidos por las circunstancias económicas.
Dentro de todas estas consideraciones y condicionamientos, nos topamos con una teoría económica conocida como Distributismo, que podría adaptarse a la Economía Social de Mercado porque enfoca los temas éticos de la distribución de la riqueza y del bien común mediante una política económica. Debemos subrayar y dejar muy en claro que la DSI no promueve ni un sistema de Welfare (Estado de bienestar), como está planteado en muchos países, ni, mucho menos, uno de clientelismo político, que es la consecuencia de muchas políticas populistas que se aplican en muchos países, incluso en los EEUU, para lograr más votos en las elecciones.
La teoría del Distributismo cobró una mayor coherencia en la obra de Chesterton, pero ha evolucionado para adaptarse a nuestros tiempos, haciendo énfasis en políticas contrarias al tradicional "Estado de bienestar" (o Welfare) que impera en muchos países, porque plantea la necesidad de la descentralización del poder y de la aplicación del principio de subsidiariedad para tomar decisiones políticas. Se basa firmemente en el núcleo familiar y la propiedad privada.
Y precisamente esta teoría económica implica una estructurada descentralización del poder que permita a cada comunidad, a cada municipio o a cada provincia (o Estado federal) resolver los problemas que atañen a ese escenario político, como postula el Principio de Subsidiariedad; y, por supuesto, descansa en la base fundamental de la sociedad, que es el núcleo familiar. Por tanto, el Distributismo aspira a una economía más humana, más compasiva, que permita un mayor grado de justicia económica sin concentrar el poder en un sistema centralizado todopoderoso.
Sugerencias y teorías tales como el Distributismo en el campo de la economía, únicamente funcionan si cada uno de nosotros, como individuos, opta por un comportamiento ético, y si lo exigimos también de los demás, para estructurar un Estado de derecho sólido y a la vez solidario. Una exigencia que debe desbordar al campo político.
La tarea de los economistas sería entonces mucho más fácil.