La BBC en español, en su Sección del "Mundo" publicó un artículo cuyo título afirmaba que "Karl Marx tenía razón". Es curioso el hecho de que lo publica el 11 de septiembre de 2011, cuando se cumplía el décimo aniversario del ataque terrorista a las Torres Gemelas y a otros puntos de Estados Unidos. Pero esto puede haber sido por pura coincidencia, puesto que la versión en inglés había sido publicada por la BBC el 3 de septiembre, sólo que con un título bastante distinto: "Un punto de vista: la Revolución del Capitalismo".
El autor de este ensayo periodístico es John N. Gray un filósofo político británico que postula que la moralidad es una ilusión, que la globalización del libre mercado es un factor de inestabilidad, que estima que el humanismo que prevalece hoy día en el pensamiento occidental es engañoso y que tacha de religión política a la corriente conocida como "La Ilustración" por su asimilación de la doctrina cristiana. Es importante saber cómo piensa el que escribe para entender mejor sus conclusiones.
Aunque el escrito que publica la BBC lo escribe un filósofo, es más una pieza periodística de opinión que de investigación. Es de ese estilo que destaca lo controversial para despertar la atención del lector con el sensacionalismo que se alimenta de los períodos de crisis.
No cabe duda de que estamos atravesando por uno de ellos, no sólo en Estados Unidos sino en la mayor parte del mundo. Pero es uno de tantos, y ni siquiera se acerca a los peores. En los Estados Unidos fueron mucho más profundos los derrumbes económicos de los años 20 del siglo pasado y la prolongada recesión de 1857 a 1867, que se dividió en tres etapas. Mientras que las recesiones del siglo XIX no afectaban mucho al resto del mundo, las del siglo pasado repercutieron considerablemente en ultramar. El desempleo en la Gran Depresión estadounidense alcanzó el 25%. En la recesión al final de la administración de Carter (1979-80) el desempleo llegó al 11%. En estos momentos se mantiene en poco más del 9%, luego se está muy lejos de las dos peores del siglo pasado.
Estas recesiones suelen estar precedidas por una burbuja especulativa que casi siempre es producto de la permisividad política de tendencia populista que promueve un “laissez faire” orientado a lograr más votos. Los votantes se dejan llevar por las promesas de los políticos que provocan una aparente bonanza económica que no es sostenible pero que se prolonga lo suficiente para obtener buenos resultados electorales.
Ese aumento artificial de la riqueza produce grandes ingresos al erario público que permiten enormes derroches burocráticos. El Estado crea empleos mediante el gasto presupuestario creciente (obras públicas, servicios, asistencia social y más burocracia), lo cual multiplica el consumo y aumenta artificialmente el tamaño de las empresas para satisfacer la oleada de consumo desenfrenado. Como este derroche está proyectado hacia el futuro y despertando las esperanzas de los ciudadanos se ganan más votos, el resultado es un endeudamiento creciente. A su vez, ese derroche no es productivo sino especulativo, y tarde o temprano se agota el impulso y la economía debe volver a sus cauces normales conforme al nivel real de la producción de bienes, pero ahora la sociedad afectada enfrenta una deuda que con la contracción no puede pagar. En consecuencia, baja la demanda, las empresas se ven obligadas a reducir su nivel de producción y servicios, y se produce una oleada de desempleo y quiebras.
Es muy fácil decir que hay que evitar cometer una y otra vez los mismos errores u otros muy parecidos, pero para eso habría que cambiar la naturaleza humana. La ambición de poder y de riqueza hacen que los afanes especulativos del ser humano se desencadenen. Es la misma compulsión del jugador que está ganando y no se retira de la mesa, porque quiere ganar más. Y se convence de esto con el mito de que “está en una racha” o que “hoy es mi día”. No se da cuenta de que su ganancia especulativa es una cuestión de suerte y oportunidad, pero que a la larga, la ley de probabilidades acaba por equilibrar las perspectivas de su juego. Peor aún, el éxito especulativo (del jugador o del ciudadano común) lo impulsa a arriesgar más para ganar más. Por eso, cuando el globito se rompe, el desastre es todavía más violento, porque sucede cuando se ha llegado a un grado extremo de riesgo. En el caso del ciudadano común o del gobierno malgastador, a un grado extremo de endeudamiento.
Volviendo al marxismo y al comentario del filósofo británico, éste afirma que las expectativas del capitalismo son las de que “todos lleguen a ser de clase media”. Si acaso, esa es la expectativa individual de cada uno de nosotros cuando vive en libertad y democracia, pero no es la expectativa global de la sociedad ni, mucho menos, del capitalismo. Para que haya una clase media tiene que haber una clase alta y otra clase baja. Lo que la sociedad pretende es una clase media lo más grande posible, de modo que las oportunidades que nos brindan la libertad y la democracia sean más fáciles de lograr. La democracia verdadera desarrolla políticas para que la transición de una clase a otra dependa del tesón, la determinación y el sacrificio que cada individuo está dispuesto a realizar para mejorar su nivel de vida. Por supuesto que la inteligencia y las oportunidades (o la suerte) son también un factor importante. Y hay muchos otros factores, como son la delincuencia, las enfermedades, las riquezas naturales, etc., etc. Pero lo más importante es que se desarrolle un régimen que permita el aprovechamiento de oportunidades y que premie el esfuerzo emprendedor de las personas.
La razón de ser del Estado y del Gobierno que lo dirige es la de cumplir una función de protección en un ambiente de aplicación de las leyes, siempre que estas respeten los lineamientos fundamentales de los derechos humanos. Su función no es la de redistribuir la riqueza sino la de ser equitativo en el cumplimiento de la ley y no estar ausente cuando le toca actuar en la protección de los desamparados o menos favorecidos. Los ricos no deben tener privilegios, pero tampoco hay que castigarlos con leyes impositivas, embargos o confiscaciones sólo porque tuvieron éxito en la vida y son ricos. Dentro de esto, pueden aplicarse medidas razonables como las de escalonar gradualmente los impuestos para que los ricos paguen un porcentaje mayor, pero sin distorsionar tanto la ecuación como para que se marchen con su música (y su dinero) a otra parte.
Es razonable estar a favor de algunas medidas socialistas moderadas como esta. El problema se hace presente cuando el socialismo se convierte en un régimen de imposición e injerencia del Estado (como plantea el marxismo) y pasa por alto el importantísimo Principio de Subsidiariedad. Podríamos remontarnos a Roma como un ilustrativo ejemplo histórico de las consecuencias de un socialismo mal concebido.
La República Romana fue quedando a merced de los primeros emperadores mediante la actitud populista de darle al pueblo “pan y circo” para tenerlo contento y distraerlo de la pérdida gradual de libertades. Se construyeron grandes estadios o coliseos para que el pueblo pudiera asistir al “circo” y entretenerse “gratis”. Comenzaron también a repartir pan gratis en la capital del imperio y en algunas de sus principales ciudades, para “ayudar a los pobres”. Pero nada es “gratis” en este mundo. Los gastos del circo romano eran cuantiosos y no productivos. Además, el reparto de pan gratis hizo que la agricultura dejara de ser rentable para la mayoría de los agricultores pequeños: los productores abandonaban sus tierras y acudían a Roma, cuya población se multiplicó con la llegada de aquellos que esperaban recibir las ayudas del gobierno.
Estos emperadores iniciaron así un embrionario “estado de bienestar” que culminó en el siglo II, a partir del cual aumentó gradualmente el número de pobres porque había estado disminuyendo paulatinamente ─y seguía disminuyendo─ la producción de alimentos y otros artículos de primera necesidad, y reduciéndose el número de emprendedores que producían u ofrecían servicios (clase media) porque su trabajo y el riesgo de sus iniciativas empresariales ya no eran rentables. Esto originó más gastos que no estaban compensados con los ingresos al erario público. Entonces, los emperadores envilecieron la moneda para hacer frente a esos gastos en continuo aumento. Y el aumento de la cantidad de dinero resulta (hoy como ayer) en un alza generalizada de precios, es decir, en la devaluación del poder adquisitivo de la moneda.
Los emperadores empezaron a establecer leyes que fijaban los precios máximos para evitar el malestar del pueblo ante la creciente realidad inflacionaria, lo que produjo un desequilibrio en contra de la oferta y a favor de la demanda. Pero como los precios no podían subir proporcionalmente a la demanda, los productores dejaban de producir. Incluso los grandes productores y los patricios terratenientes abandonaban sus actividades productivas.
Finalmente, al agudizarse las crisis causadas por la producción menguante, los emperadores decretaron la prohibición de abandonar los campos. Es decir, se estableció un régimen de servidumbre obligatoria que acabó por desembocar en el feudalismo de la Edad Media. Además, el comercio de granos y de otros artículos de primera necesidad desapareció por completo. Los bárbaros, que antes chocaban desastrosamente con las fronteras romanas cuando intentaban penetrar al Imperio para aprovecharse de sus riquezas, fueron ocupando a partir de entonces los restos descuidados del antiguo floreciente Imperio. Roma había cambiado; su estructura económica y social pertenecía ya al Medioevo oscurantista.
Comenzó una recesión que duró mil años.