La Política del Menor Esfuerzo

Uno de los principales males de la sociedad contemporánea ha sido provocado por una tendencia minimalista hacia el trabajo y las obligaciones personales. Si bien es encomiable que con el progreso se busque lograr mejores resultados con el mínimo esfuerzo, esta tendencia que hoy embota a la sociedad es aberrante porque consiste en hacer el mínimo esfuerzo posible sin aspirar a resultados mejores sino a salir del paso dando la apariencia del cumplimiento de las obligaciones o del deber sin la más mínima intención de dar lo mejor de sí.

En Filosofías demoledoras de la sociedad de hoy planteaba: « "¿Qué es lo mínimo que puedo hacer?". Y podríamos añadir "¿cómo puedo hacer lo que me da la gana con un mínimo de responsabilidad?". Es la intención de tratar de conseguir la máxima recompensa haciendo el mínimo esfuerzo. Lo vemos todos los días en el trabajo, en la oficina, en las relaciones personales, en cada uno de los aspectos de la vida cotidiana.»

Una encuesta realizada en Francia entre adultos de menos de 30 años en 2004 indicó que más del 70% preferiría trabajar como empleados del Estado. En otras palabras, que no querían nada más que un trabajo de escritorio y una pensión. La innovación y el emprendimiento pueden ser aventuras económicas naturales y jugosas para los jóvenes enérgicos y educados, pero ha sucedido que una cultura de gremio dio paso a una mentalidad de bunker y en la Europa actual tales aventuras no parecen ser debidamente alentadas por la sociedad ni, mucho menos, por los políticos, sino que se predica la ley del menor esfuerzo. En Alemania, por ejemplo, los empresarios se ven gravados con onerosos cargos impositivos por el capital de riesgo que invierten en cualquier empresa innovadora [Lea también "El riesgo indispensable para la riqueza y el progreso"] supuestamente para beneficiar el régimen de bienestar.Minimalismo

Lo importante en esta sociedad decadente no es hacer un esfuerzo por realizar el mejor trabajo posible y así ganarse honestamente el sustento, sino encontrar el trabajo que brinde los mejores beneficios con el menor número de horas posibles de labor y que, además, el empleo no dependa tanto del mérito ni de los esfuerzos realizados sino de que el trabajador esté protegido (en algunas partes prácticamente blindado) mientras mantenga un nivel de mediocridad "suficiente". Esta realidad no toma en cuenta que todo trabajo honrado tiene un alto grado de dignidad cuando el trabajador cumple su tarea con el máximo esfuerzo para lograr la más alta calidad y perfección de su labor. Lo mismo que sea un barrendero o un político, un abogado o un científico. Sólo con esa dignidad acumulada a su mérito tiene todo el derecho de exigir que el empleador le recompense de manera justa y le reconozca los beneficios indispensables para su buen vivir.

Para que una sociedad pueda alardear del grado de civilización alcanzada, tiene que medir su progreso por el nivel de confianza mutua que existe entre sus miembros. Sin embargo, la palabra empeñada tiene muy poco valor en los tiempos que corren. El honor se confunde con las apariencias de bienestar y riqueza y es una virtud que prácticamente no existe en el mundo de los contratos y los acuerdos si no hay múltiples documentos firmados de por medio, cada vez más complicados, numerosos y engañosos para aprovechar y manipular las innumerables leyes y normas que pretenden regirlos para hacerlos "honorables". Esto provoca enormes tergiversaciones de la "libre empresa" y el "libre comercio", porque ambos conceptos han dejado de ser transparentes en la maraña legalista llena de trampas y traiciones.  Por lo tanto, el cacareado "fracaso del capitalismo" es una burda falacia producto de la confusión inducida de calificar de "capitalista" a un sistema tan pesadamente regimentado por el Estado con mal concebidas soluciones "socialistas".  Y digo "mal concebidas" porque en el campo del socialismo democrático hay muchas propuestas legítimas de justicia social.

Así vemos a esas grandes empresas tradicionales y obsoletas, verdaderos "campeones nacionales" del orgullo europeo, recibiendo enormes transfusiones de capital del gobierno, mientras son defendidas por aranceles y regulaciones proteccionistas. El riesgo moral es abundante mientras que las intervenciones de emergencia se repiten indefinidamente sin ningún cambio positivo en la gestión, organización y operaciones. Simplemente, se derrocha más dinero para prolongar la ineficiencia. En realidad, estas empresas suelen ser nada más que un canal de distribución del Estado de bienestar; el empleador recibe subvenciones y paga generosos beneficios y compensaciones a los empleados. Es un malentendido materialista de cómo lograr la satisfacción humana que ofrece a los trabajadores compensaciones y beneficios que superan su productividad y la calidad de sus productos o servicios. Es una receta de realismo mágico por el cual se pretende que los trabajadores puedan vivir a un nivel de bienestar y de consumo sin hacerse responsables de generar la riqueza necesaria para el sostenimiento de sus ambiciones, sino que, por el contrario, basan sus vidas en expectativas irreales a cambio de una comodidad material que es efímera porque es insostenible a largo plazo.

Aunque en Estados Unidos no se ha llegado a ese nivel de mal entendido "socialismo" (o "liberalismo" como lo califican equívocamente los norteamericanos) e impera un régimen más abierto de libre empresa y libre comercio, la tendencia que se observa va por el mismo camino. Los socialistas europeos, como los "liberales" de Estados Unidos, saben bien que las leyes del mercado funcionan. El proyecto socialista simplemente promete lograr que los mercados más exitosos y eficientes sean más sensibles y solidarios con los que son incapaces de mantener el ritmo. Pero llegando al extremo populista, estas falacias de suma cero no son más que una insidiosa "buena" política destinada a crear un lucrativo mercado político en el que todos los que se mantengan al margen de los manejos de la clase política pierden.

El poder político se va acumulando en una clase política a la que no le importa hacer el trabajo mejor sino obtener el máximo beneficio de poder, influencia y permanencia de la manera más fácil y expeditiva, por muy ineficiente y equivocada que pueda ser. Es el caldo de cultivo de la corrupción que presenciamos. Y esta clase se va formando también en círculos cerrados de universidades prestigiosas para desembocar más adelante en grupos destinados a promover sus intereses a niveles nacional e internacional, como es el Club de Bilderberg y muchos otros foros de esa naturaleza. Estas élites han sido descritas por Larry Siedentop, un politólogo muy interesado en el liberalismo francés, en su obra titulada "Democracy in Europe", quien señala que para ellas, las "carreras políticas y administrativas están cada vez más atadas entre sí, se están convirtiendo cada vez más en un coherente, autosuficiente y relativamente pequeño grupo de encumbrados compinches."

El resultado de todo esto es que Europa y, cada vez más, también los Estados Unidos, no producen lo suficiente para ahorrar y dejar una herencia de estabilidad financiera y bienestar económico a las generaciones futuras. El gasto presupuestario y la deuda creciente se han convertido en elementos intocables a nivel político porque las medidas necesarias de austeridad suelen enajenar a la mayoría de la población. Basta dar una apariencia de prosperidad para calmar a los pueblos y obtener poder político o escalar en el poder económico mediante componendas políticas. Más caldo de cultivo para la corrupción.

La única preocupación de estas élites es la de prolongar el espejismo de prosperidad lo suficiente para que cuando se produzca el derrumbe ya ellos se encuentre en otro plano o fuera del juego disfrutando de una mal habida prosperidad personal. ¿Y las generaciones futuras? Bueno, que se las arreglen como puedan.

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