En una charla del programa televisivo Democracy at Work sobre el tema "The cure for Capitalism", Richard D. Wolff, un conocido economista marxista de la Universidad de Massachusetts, basado en las teorías vertidas por él en su libro del mismo nombre, sugería a los sindicatos norteamericanos que en lugar de dejarse "chantajear" por las empresas poderosas que amenazan con trasladar sus fábricas y servicios a otros países con mano de obra barata, si los sindicatos se negaran a aceptar contratos con beneficios menores y salarios más bajos, podrían anular la amenaza con el argumento de que el sindicato organizaría entonces a los obreros y empleados de la empresa en una cooperativa que continuara fabricando el mismo producto o brindando los mismos servicios a precios más bajos que los anteriores.
Esta estrategia obligaría a recapacitar a la empresa que amenaza con trasladar sus empleos al extranjero (outsourcing) porque la cooperativa rival que surgiría en la plaza que abandona eliminaría la necesidad de mantener un alto margen de utilidades para satisfacer las exigencias de los accionistas. Los cooperativistas seguirían recibiendo los mismos salarios y beneficios que antes y la "plusvalía" que antes beneficiaba a los empresarios e inversionistas se aplicaría a rebajar los precios. En otras palabras, que la empresa se enfrentaría a una fuerte competencia ubicada en el mismo mercado que amenaza abandonar como empleador pero pretende conservar como proveedor.
Esto implica una improbable vigencia del desgastado concepto del "hombre nuevo", por el cual los empleados convertidos en cooperativistas no presionarían por mayores salarios y beneficios, ahora que ellos son los dueños, sino que procederían buenamente a bajar los precios.
El cooperativismo es muy útil y beneficioso en cualquier sociedad, pero no es el remedio para conservar empleos en un país frente a la competencia de mano de obra barata en otros países.
Este intento de navegar contra la corriente condenaría a esos empleados a un largo estancamiento en una empresa no competitiva que, a la larga, acabaría por languidecer y fracasar. Además, la mano de obra barata en otros países beneficia al país importador que obtiene bienes y servicios a precios mucho más bajos que si se obstinara en seguir produciéndolos y ofreciéndolos con artificiales medidas proteccionistas. La ropa, los televisores, computadoras y electrodomésticos, por poner unos pocos ejemplos, costarían mucho más a los consumidores de EEUU y Canadá si hubieran optado por una política proteccionista para conservar esas industrias en el país. Algunas industrias importantes que sí han permanecido en Norteamérica, como la de los vehículos motorizados, han tenido que competir frente a la mano de obra barata del extranjero, primero a base de mejor calidad y constantes innovaciones y finalmente en precios, lo que ha llevado a muchas empresas a la bancarrota durante los últimos 50 años, terminando últimamente con unas pocas que han sido más eficientes y han logrado productos de mejor calidad. En todo esto se beneficia el consumidor, que logra así un mayor poder adquisitivo y mejores productos.
Una actitud proteccionista lograría inicialmente una tasa de desempleo mucho más baja, pero a costa de empobrecer a toda la población, cuyos ingresos no le permitiría mantener el nivel de vida que los productos baratos importados le conceden. Cabe preguntarse si hubiera sido preferible mantener a varias decenas de miles de mujeres costureras mal pagadas en los talleres del país a costa de que los cientos de millones de habitantes tuvieran que reducir considerablemente su vestuario para poder pagar su costo. Lo mismo puede preguntarse sobre la política proteccionista de algunas empresas agropecuarias, como es la industria del azúcar, para conservar empleos a nivel de semi esclavitud, en los que muchos de ellos sirven de anzuelo para la inmigración ilegal, a costa de que todo el país deba consumir azúcar y productos derivados mucho más caros que los que nos puede proveer la industria extranjera.
Un país desarrollado no necesita conservar empleos de baja tecnología sino favorecer a las empresas de alta tecnología dispuestas a arriesgar capital en innovaciones que son el resultado de costosos experimentos e investigaciones y brindar también a sus habitantes facilidades para adiestrarse y educarse en carreras de alta tecnología y profesionalismo que les permitan obtener empleos mejor pagados y con buenas perspectivas futuras, para los cuales no hay material humano suficientemente experto y competitivo en el extranjero.
Las grandes empresas que caen en un proceso de bancarrota se enfrentan a esa circunstancia debido a deficiencias estructurales, mala administración o escasa competitividad. Cualquiera de estas tres razones es suficiente para evitar los intento de subsidiarla con el propósito político de alardear con un gesto paternalista de conservación de empleos. Cualquier gobierno en cualquier parte del mundo haría mucho más por sus ciudadanos si las enormes sumas de dinero que serían malgastadas en sostener o "rescatar" empresas ineficientes o fallidas las dedicaran a fomentar la estabilidad de las pequeñas y medianas empresas, que son las que están en proceso de crecimiento, y a respaldar las iniciativas de empresas innovadoras, que son las que darán al país una ventaja futura que inicialmente los librará de la competencia externa y fomentará su prosperidad mientras mantengan la dinámica del progreso.