Bruselas utiliza dos varas de medir
a la hora de analizar las políticas
de los distintos países de la UE.
¿Puede un país pobre como Hungría
ofrecer a los inmigrantes las mismas
prestaciones sociales que Luxemburgo o Suecia?
En nuestros días, los europeos del Este no están muy bien vistos en la UE. Al parecer, trastornan el consenso político en Bruselas y quieren dividir la Unión. Con sus poderosos políticos, como Viktor Orbán, jefe del Gobierno húngaro; el presidente checo, Milos Zeman, o Jaroslaw Kaczynski, capellán de Ley y Justicia, el partido que gobierna en Polonia, son los famosos aguafiestas que no se avienen al reparto de emigrantes y refugiados exigido a sus países. Además, piden a voces que se refuercen las fronteras exteriores de Europa y se ponga fin a la emigración a través del Mediterráneo.
Para que no se vuelva a repetir la oleada migratoria de 2015, Orbán ya ha levantado una valla fronteriza en el sur de Hungría. Para colmo, los partidos gobernantes de la derecha nacionalista, como la Unión Cívica Húngara de Orbán o Ley y Justicia de Karczynski, han puesto manos a la obra para adaptar el Estado de derecho a sus intereses. Se cancelan los contratos con la televisión para otorgar licencias a personajes afines al Gobierno, y se cambia la composición de los Tribunales Constitucionales para someterlos al control gubernamental. ¿Se ajusta esto a los valores de Europa? Pues, al parecer, sí, ya que mientras no concluya con éxito ningún procedimiento contra Polonia, Hungría u otro país contestatario, como Eslovaquia, por infringir los tratados, los miembros relativamente recientes tendrán que ser considerados europeos de pleno derecho, con la única diferencia de que su estilo político es diferente (más nacionalista, autoritario, crítico con la emigración) del de Bruselas, París o Berlín.
Por otra parte, su actitud díscola tiene buenas razones. ¿Puede un país pobre como Hungría ofrecer a los inmigrantes las mismas prestaciones sociales que Luxemburgo o Suecia? ¿Cómo puede justificar un político rumano que se acoja a iraquíes, afganos o nigerianos en un pueblo cuyos habitantes se han marchado a trabajar al extranjero para escapar de la miseria en su país? De todos modos, los emigrantes de los países pobres no se quedan ni un día más de lo necesario en países cuya economía no puede ofrecerles más ayuda social que una comida y un alojamiento míseros. Hasta los refugiados sirios se apresuraron a recoger sus bártulos y marcharse a Alemania o a Suecia, donde tienen a su alcance mejores condiciones financieras y materiales.
En Europa del Este, las cosas se ven de manera diferente cuando se trata de países y fronteras. Muchos polacos se consideran con razón víctimas de la II Guerra Mundial, que no solo les trajo muerte y destrucción, sino también cuatro décadas de dictadura soviética, y a menudo piensan que lo que ahora reciben de la UE es una compensación más que tardía e insuficiente. Sin embargo, un malvado constructor de vallas como Viktor Orbán jamás merecerá tanta consideración como Mariano Rajoy, el europeo modélico de España, que, en su papel de presidente del Gobierno, refuerza la frontera terrestre de su país con Marruecos con gigantescas barreras metálicas.
Tampoco un liberal abierto al mundo como Emmanuel Macron, presidente de Francia, permite que los emigrantes procedentes de Italia traspasen sus fronteras. A algunos políticos del Oeste les está permitido hacer a la vista de todos lo que a los parias del salvaje Este les está prohibido bajo pena de sanción. En la Europa que tan imparcial y respetuosa con el Estado de derecho se declara en sus tratados, se emplean dos varas de medir. En el Oeste se reparten los elogios; en el Este, las reprimendas. En el Oeste viven los ciudadanos modélicos y civilizados; en el Este, los pobres diablos atrasados.
Un vistazo a la historia y un viaje a las dinámicas sociedades de Bucarest y Tallín debería dejar claro a cualquier europeo lo equivocada y, en último término, colonialista que es esta manera de ver. ¿Y qué pasa con las deficiencias del Estado de derecho en el Este? A ningún comisario de Bruselas se le ocurriría jamás criticar el nombramiento de políticos partidistas para el Tribunal Constitucional alemán, o la influencia de los partidos en la televisión pública. Al fin y al cabo, Alemania garantiza buena parte del presupuesto de la Unión y ocupa cargos importantes en sus instituciones. La desafortunada tutela sobre el Tribunal Supremo de Polonia, que el presidente Duda ha aparcado como corresponde a un Estado de derecho, ha vuelto a poner al país en el punto de mira. Pero los europeos del Este distan mucho de ser unos bárbaros, y se merecen la misma comprensión y respeto que se concedió a los países de Europa Occidental antes de 1989.
* Corresponsal de Die Welt.