El asalto a la democracia liberal se ha convertido en un fenómeno global y, uno a uno, los países de diferentes partes del mundo han sido víctimas del fenómeno.
Israel y su sociedad han sido las últimas víctimas de esta agresión a la democracia. Sin embargo, la experiencia israelí puede quizá enseñarnos algo sobre cómo lidiar con las tendencias autoritarias de movimiento lento.
La Ley Fundamental de Hungría iniciada por el gobierno de Viktor Orbán, la cual fue aprobada en solo nueve días sin mucho debate nacional público, redujo la edad de jubilación de los jueces de 70 a 62 años, obligando a casi 300 jueces a jubilarse. Con una mayoría parlamentaria, Orbán pudo llenar la corte con jueces leales.
El sistema húngaro de tribunales constitucionales se estableció en 1990 después del colapso del comunismo. Por tres décadas estas instituciones interpretaron las leyes y derechos de acuerdo con principios constitucionales apegados al espíritu de la Unión Europea. La Ley Fundamental introducida por el partido FIDESZ liderado por Orbán anuló sentencias que contribuyeron a definir y proteger derechos fundamentales.
En Polonia, el gobernante Partido Ley y Justicia (PiS) atacó a los tribunales polacos alegando que estos representan a una élite cuyas sentencias no se alinean con la voluntad de la mayoría.
El gobierno polaco atacó al tribunal constitucional, que protegía el proceso democrático y limitaba el poder ejecutivo y legislativo. Se negó a reconocer a los jueces electos y a publicar opiniones y sentencias de los tribunales constitucionales. El PiS también procedió a controlar la fiscalía y politizó el consejo nacional encargado de la nominación de jueces.
En Turquía, el gobierno del Partido Justicia y Desarrollo (AKP) tomó medidas para controlar los tribunales al aprobar enmiendas que ampliaron el tamaño de los tribunales constitucionales a la vez que aumentó el número de jueces y fiscales del Tribunal Supremo. Esas enmiendas no tenían como objetivo fortalecer estas instituciones, sino llenar el poder judicial con ideólogos del AKP.
En Argentina, la entonces presidenta y ahora vicepresidenta, Cristina Kirchner, introdujo el concepto de “democratización del poder judicial”, cuyo espíritu nada tiene que ver con la democracia real. Al asumir el cargo a fines de 2019, el presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Kirchner acusaron al poder judicial de estar politizado. Introdujeron sin éxito una amplia reforma judicial que ampliaba el número de tribunales federales. El presidente también nombró una comisión de expertos que propusieron cambios como la creación de nuevos tribunales que reducirían la influencia de la Corte Suprema.
Siguiendo esta misma línea, el Senado argentino controlado por Fernández votó para destituir a los jueces que irían a decidir casos de corrupción que involucran a Cristina Kirchner. Sin embargo, una sentencia del Tribunal Supremo logró posponerlo indefinidamente.
Asimismo, el presidente Fernández inicialmente se negó a cumplir con una decisión de la Corte Suprema que obligaba al gobierno a restituir dinero federal a la ciudad de Buenos Aires, un distrito electoral donde el partido del gobierno no tiene mayor apoyo. Fernández también se mostró particularmente hostil con el Poder Judicial luego de que su vicepresidenta, Cristina Kirchner, fuera declarada culpable de corrupción. Luego de que un tribunal penal federal condenara a prisión a la Sra. Kirchner por fraude y corrupción, fue el mismo presidente quien ayudó a movilizar a las masas en apoyo a la vicepresidenta y atacando públicamente a la Corte que dio el fallo. La Vicepresidenta afirmó que fue víctima de una guerra legal orquestada por el Poder Judicial. El Presidente, la Vicepresidenta y sus aliados califican sarcásticamente a los tribunales “el partido judicial”, expresando abiertamente la idea de que los tribunales no representan instituciones de justicia sino un partido político que sirve a los intereses de la oposición. El año pasado, nuevamente sin éxito, el Presidente propuso llenar la corte aumentando el número de jueces de 9 a 25.
A principios de este año, el presidente Fernández llamó públicamente a destituir a cuatro miembros de la Corte Suprema acusándola de abuso de poder cuando el máximo tribunal obligó al gobierno a devolver fondos federales a la Ciudad de Buenos Aires. No es probable que se produzca el juicio político porque no hay una mayoría para aprobarlo. Sin embargo, el hecho de que el Presidente ataque abiertamente al tribunal supremo es un lamentable acto de antiliberalismo, si no de autoritarismo.
Y es aquí donde llegamos al caso israelí.
En Israel, una reforma judicial propuesta por la coalición de gobierno permitiría un voto de mayoría simple en la Knesset (Parlamento de Israel) para revocar las decisiones de la Corte Suprema. La reforma propuesta aprobaría una “cláusula de anulación” que eliminaría la revisión judicial de cualquier legislación aprobada en el Parlamento. Se propone también cambiar la composición del Comité de Selección Judicial para garantizar que el gobierno controle los nombramientos de jueces y magistrados.
Asimismo, la reforma debilitaría el criterio de “no razonabilidad” que ocasionalmente utiliza la Corte Suprema para intervenir en los decretos ejecutivos.
La separación entre el poder ejecutivo y el legislativo es inexistente en Israel porque la ley israelí exige una mayoría parlamentaria para formar gobierno. Por lo tanto, el debilitar la Corte Suprema abriría el camino a un gobierno sin control alguno, una especie de poder absoluto.
Por lo tanto, Israel estaba en camino de unirse a las naciones que avanzaban en la dirección de una democracia antiliberal. La retórica oficial suena como si estuviera literalmente copiada del libreto kirchnerista. Dicho de otro modo: los jueces no constituyen una entidad electa, no representan el espíritu y los sentimientos de la mayoría.
Pero al rebelarse contra esta movida del gobierno, los israelíes marcaron una gran diferencia. Más de un millón de personas poblaron las calles para manifestarse frente al Parlamento y las oficinas gubernamentales. En las protestas participaron partidos de centro, de izquierda y de derecha. También se acoplaron académicos, médicos, reservistas, sindicatos, asociaciones profesionales y muchos otros.
Los mismos lazos sociales que unieron a los israelíes en tiempos de guerra los conectaron cuando hubo que enfrentar al gobierno. Eso creó divisiones dentro del partido gobernante Likud, obligándolo a buscar una pausa para abrir un diálogo con la oposición.
Esta tregua no significa que el proyecto de reforma judicial haya sido retirado. Lo que propuso el gobierno representa una crisis severa. Pero, por otro lado, el pueblo israelí, sus funcionarios, médicos y su fuerza productiva resistieron el ataque. Los israelíes estaban dispuestos a desafiar a su Gobierno, incluso en un momento en que el país se enfrenta a ataques terroristas palestinos.
Para defender la democracia, los reservistas del ejército estaban dispuestos a rechazar el servicio militar en un claro mensaje al Gobierno de que el Estado no es patrimonio puro de aquellos que fueron elegidos, y por ende el Estado debe seguir garantizando los derechos de los ciudadanos y la protección de las minorías políticas.
A medida que el antiliberalismo se extiende por todo el globo, los tribunales, junto con los medios de comunicación y la oposición política, son las primeras víctimas. Luego vienen otras y últimamente es la ciudadanía quien pagará el duro precio. Es sumamente difícil revertir el proceso si la sociedad permanece pasiva ante los primeros pasos gubernamentales hacia el autoritarismo. Basta con ver la sangre, la tortura, el encarcelamiento y las purgas que sufren venezolanos, turcos, nicaragüenses y otros.
El antiliberalismo es el espíritu de nuestro tiempo. Incluso en Europa y Estados Unidos, las fuerzas iliberales han ganado terreno.
Los israelíes, otra vez, proporcionaron un tipo diferente de ejemplo. En esta instancia, no se trató de una lección de cómo luchar contra el terrorismo o una muestra de desarrollo de tecnologías de punta, sino de cómo abortar desde el principio los intentos de destruir paulatinamente las democracias.
* Las estrategias contrarias al liberalismo, como es concebido en Europa, no al seudo libralismo que proclaman los socialistas de Norteamérica.