La que se considera la mejor forma de organización social
no puede quedar reducida a la cita en las urnas.
Es una tarea que obliga a pedir responsabilidades
a los partidos políticos y a sus dirigentes
Se ha vuelto habitual en el discurso político convencional de nuestros días considerar que la democracia es una forma superior de organización política de nuestro mundo. Pero esa aceptación universal de la democracia se apoya en unos valores sobre los que no existe unanimidad.
Aunque la palabra democracia contiene en sí misma la idea de un demos que gobierna, existen muchas discrepancias sobre la forma de definir y presentar ese demos. Por tanto, no podemos pretender que para tener una definición precisa de la democracia baste con decir que es el gobierno del pueblo. Democracia es una palabra que se refiere al ejercicio del poder del pueblo sobre el pueblo. Sin embargo, si preguntamos quién gobierna en las democracias actuales, la respuesta sería: quienes ocupan una posición de autoridad sobre una comunidad política. Con semejante análisis, deberíamos distinguir entre democracia como Gobierno del pueblo y liberalismo como Gobierno de los oligarcas liberales. ¿Y en ese caso, qué significado tiene democracia en contraposición a liberalismo?
Podemos definir la democracia como la actividad colectiva, explícita y responsable de unos ciudadanos cuyo propósito es instituir unas condiciones de igualdad para que todos ellos puedan participar y tomar decisiones. El liberalismo, por el contrario, es la esfera política que permite que adquieran poder y se enriquezcan unos representantes y responsables políticos adscritos a unos valores liberales y capaces de perpetuar su modelo de autoridad por el bien de su propia protección social.
La concepción liberal de democracia se basa en la idea de libertad negativa que Isaiah Berlin describe como la respuesta a la pregunta “¿Cuál es el ámbito en el que se deja o se debe dejar al sujeto (que puede ser un individuo o un grupo de individuos) que haga o sea lo que es capaz de hacer o ser, sin interferencia de otras personas?”. Sin embargo, la concepción transformadora de la democracia se centra más en la política como forma cooperativa de vida y subraya la necesidad de acción pública. Por consiguiente, podemos dar una definición más precisa de democracia en relación con la acción pública, es decir, una acción emprendida por los ciudadanos y que pretende tener consecuencias cívicas.
Los liberales, a menudo, se mantienen al margen de la idea de una acción pública de los ciudadanos; en cambio, la concepción transformadora de la democracia no pueden dejar de subrayarla. En el ámbito de la democracia, hablar de deliberación y transformación es hablar de toma de decisiones y del acto de elegir por parte de los ciudadanos. Por eso, la democracia exige que partamos de un concepto de ciudadanía que incorpore los aspectos éticos y ontológicos de la idea de sociedad civil.
Como consecuencia, cualquier teoría democrática debe organizarse en torno al concepto de “sociedad civil”, y no necesariamente de “elecciones”. La sociedad civil ayuda a la democracia a encontrar en sí misma un ethos de libertad a través de las prácticas explícitas y transparentes de asociaciones e instituciones como clubes, organizaciones comunitarias, iglesias, etcétera, por lo que tiene una tendencia al pluralismo y la diversidad que permite aproximarse a una virtud cívica democrática. En otras palabras, para quienes aspiran a consolidar el espíritu de la virtud democrática, la sociedad civil parece el punto de partida perfecto.
Como consecuencia, el problema fundamental de la teoría democrática está relacionado con dos factores: por un lado, la legitimidad de la toma de decisiones colectiva, y por otro, el proceso democrático de control de la violencia en las esferas social y política. Aun teniendo esto en cuenta, por muy liberal que sea un Gobierno, sean cuales sean en teoría sus objetivos liberales, no debe monopolizar jamás el poder de coacción.
Las teorías de la democracia, en general, no están interesadas en recurrir a la no violencia como parámetro de decisión y actuación política. El perfil clásico de la teoría democrática liberal es conocido: la distinción entre dos esferas, la “pública” y la “privada”, o la distinción entre dos concepciones de libertad (negativa y positiva). Ahora bien, debería añadirse un principio normativo que ofrezca una diferenciación razonablemente precisa entre la autolimitación no violenta de la democracia y la delimitación violenta del poder democrático. Lo que aquí se sugiere es una especie de armonía democrática entre una serie de derechos sustantivos que forman parte esencial del proceso democrático y una autolimitación no violenta de la democracia. Desde luego, la conclusión puede ser que siempre es posible proteger una forma de Gobierno democrática contra sí misma por medios no violentos. Y, por tanto, el proceso de toma de decisiones colectiva debe atenerse a los principios democráticos de la no violencia.
Gandhi es un pensador político que presenta la idea de soberanía compartida como principio regulador de la democracia y, al mismo tiempo, como garantía de que existen formas de limitar el ejercicio abusivo del poder político. La soberanía compartida es un principio que solo tiene significado si incluye la referencia a la idea de responsabilidad.
La novedad fundamental que se encuentra en el enfoque que da el debate gandhiano a esta cuestión es que abandona la sempiterna noción de que las decisiones políticas derivan de la primacía de lo político para adoptar la idea de la superioridad de lo ético, hasta tal punto que la búsqueda de una vida moral le da a Gandhi un argumento en favor de la responsabilidad de los ciudadanos. De manera que lo que Gandhi cuestiona del Estado moderno no es solo la base de su legitimidad, sino su misma razón de existir.
El principio gandhiano de no violencia constituye, pues, una forma de poner en tela de juicio la violencia intrínsecamente asociada a los fundamentos de un orden soberano. La crítica que hace Gandhi de la política moderna le empuja a elaborar una concepción de lo político que no encuentra su máxima expresión ni en la “secularización de la política” ni en la “politización de la religión”, sino en la “ética de la solidaridad, que se enmarca en un contexto triangular de ética, política y religión. Este momento gandhiano en la política lleva sin duda a la posibilidad de una síntesis entre los dos conceptos de autonomía individual y acción no violenta. Y en ella podemos ver el auténtico giro a una nueva teoría democrática.
Durante el último medio siglo, la no violencia y la negociación han sido las características que han distinguido a las transiciones políticas a la democracia y los movimientos democráticos que han triunfado en todo el mundo.
Por eso la democracia no es nunca algo hecho. Es una tarea. Por eso la democracia no es ni la urna ni el partido en el poder. Es la capacidad política de la gente de ir a las urnas y pedir responsabilidades a los partidos políticos y a sus dirigentes. Solo si estamos convencidos de esta realidad podremos cambiar la democracia para que deje de ser una palabra hueca en nuestro discurso público y se convierta en el marco en el que sea posible consumar una vida política completa, capaz de sacar el máximo fruto de nuestro potencial y nuestra creatividad como seres humanos.
Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.