[ Una visión de los EE.UU. desde España ]
El increíble Estado menguante
El segundo pilar de la revolución conservadora es la progresiva reducción del 'aparato' del Estado,
causa que cada día gana adeptos y que reposa en las raíces del modelo de EE UU
ANTONIO CAÑO
EL PAÍS - España - 08-11-2005
No todo Estados Unidos es, desde luego, como Colorado Springs, el récord per cápita de votos conservadores. Pero tampoco Colorado Springs es un caso aislado. Es el reflejo y la explicación del auge conservador de los últimos años.
Mucho del crédito alcanzado por Colorado Springs como sede del conservadurismo se debe a que allí surgió con especial fuerza a comienzos de los años noventa un movimiento contra el pago de impuestos que desembocó en 1992 en la aprobación de un Código de Derechos del Contribuyente que obliga a las autoridades del Estado de Colorado a consultar en referéndum a la población cada vez que proyecten un aumento de impuestos. Entre los ciudadanos de Colorado Springs orgullosos de ese logro, seguido después y hasta la fecha por otros Estados del país, están Jonathan y Anna Bartha, que cuentan al diario Rocky Mountain News su idea al respecto: "Si nosotros, como familia, vivimos de acuerdo a nuestro presupuesto, el Estado también tiene que acostumbrarse a vivir por sus propios medios, sin pedir dinero a los demás". A cambio, Anna, que es natural de Nueva Orleans, trabajó como voluntaria varias horas al día durante tres semanas para acumular fondos para ayudar a las víctimas del huracán Katrina.
La filosofía de los Bartha, con toda su simplicidad, ilustra uno de los pilares del conservadurismo norteamericano, y ello, unido precisamente con el Katrina, pone también en evidencia la distancia, más que oceánica, que lo separa de la visión europea. El Katrina, la reacción de las autoridades tras la catástrofe provocada por el huracán, fue visto por buena parte de la opinión europea como una prueba casi definitiva del fracaso del modelo conservador norteamericano -y con ello, de la Administración de George Bush- y de su pretensión de reducir al mínimo imprescindible el tamaño del aparato del Estado. Digamos que, de alguna manera, el Katrina reivindicaba el modelo europeo, en tanto y en cuanto se podía adivinar que la red de protección social de la que los ciudadanos disponen en Europa hubiera ayudado a paliar mejor los efectos de aquella catástrofe.
EL PAÍS ha trasladado ese debate a varios académicos, políticos y periodistas norteamericanos, de los que en este reportaje se recogen algunas opiniones más representativas. También ha hecho a distintos ciudadanos la pregunta de si preferirían un sistema parecido al de Europa, con un resultado que se aproxima más a la opinión de los Bartha que a lo que cierta lógica europea podría anticipar.
Obviamente, el debate sobre la conveniencia o no de un modelo de mayor protección social no se puede resolver al pie de un acontecimiento particular, por dramático que haya sido el Katrina, ni en un espacio tan breve. Pero, más que eso, podría decirse que, aunque sí haya alguna gente que hable de ello, en EE UU ni siquiera existe verdaderamente un debate sobre su modelo. Cabría pensar que el éxito de la doctrina conservadora sobre los males del Estado, iniciada tras la Great Society en los años sesenta, triunfante con Ronald Reagan en los ochenta y reactualizada por la revolución conservadora de Newt Gingrich en los noventa, ha impuesto un pensamiento único en lo que se refiere al modelo de Estado. Pero lo cierto es que resulta difícil en el momento actual imaginar una mayoría en sentido contrario.
Y esto es perfectamente compatible, como veremos más adelante, con el propio declive de Bush -que no es un personaje querido por los halcones de la política fiscal- y de sus amigos neocon, a los que muchos dan ya por derrotados en Washington.
Tan consolidado está el modelo de Estado famélico y tan difícil es imaginar una mayoría en sentido contrario, que ni siquiera Nancy Pelosi, la jefa del grupo parlamentario del Partido Demócrata en la Cámara de Representantes, a la que se tiene como una representante del ala izquierdista del partido, se atreve a defenderlo abiertamente. Cuando se le pregunta si sería necesario introducir en EE UU las reformas necesarias en el modelo social para evitar tragedias como el Katrina, Pelosi se limita a contestar: "De lo que estoy convencida es de que la situación en Nueva Orleans no hubiera sido tan desastrosa si el índice de pobreza no hubiera sido tan elevado".
En Estados Unidos existía en 2004, según cifras oficiales de la Oficina del Censo, 37 millones de pobres, el 12,7% de la población. Un total de 1.100.000 personas más que en 2003 viven por debajo de los criterios fijados por el Gobierno para definir la pobreza y que, a modo de ejemplo, para una familia de cuatro miembros está establecido en unos ingresos totales anuales de 19.300 dólares.
Para Pelosi, el aumento continuo de esta cifra en los últimos cuatro años es consecuencia directa de la política conservadora. "Esta Administración ha rebajado los impuestos cuatro veces en los últimos cinco años, beneficiando a los ricos y perjudicando a la clase media y a los trabajadores. Los republicanos han ido eliminando de forma constante los beneficios de los trabajadores, recortando programas para los más necesitados y favoreciendo los intereses particulares sobre el interés público".
Los conservadores hacen otras cuentas. El columnista George Will calcula que desde que el presidente Lyndon Johnson declaró su programa de Guerra contra la Pobreza, en 1968, hasta la fecha, el Estado ha dedicado 6,6 billones de dólares "en medidas contra la pobreza, entendido en el sentido más estricto". El think-tank Heritage Foundation afirma que en los últimos cuatro años el gasto en desarrollo urbanístico y de vivienda ha aumentado un 86%, la inversión en desarrollo comunitario y regional ha crecido un 71%, y la ayuda a los veteranos de guerra ha sido elevada en un 51%.
De hecho, si David Boaz, vicepresidente ejecutivo del Instituto CATO, punta de lanza de las políticas anti-Estado, cree que George Bush puede pasar a la historia como uno de los peores presidentes, no es por la guerra de Irak ni por Guantánamo ni nada de eso, sino por "haber propiciado el mayor crecimiento del gasto del Estado desde Johnson". En efecto, los 230.000 millones de dólares de superávit que dejó Bill Clinton en el presupuesto del Estado los ha convertido George Bush en un déficit de 450.000 millones de dólares.
Este incremento del gasto sólo contribuye, según Boaz, a incrementar también la ineficacia del Estado y a ralentizar el crecimiento de la economía y la prosperidad del país. En su opinión, la catástrofe del Katrina no sólo no demuestra que haga falta una mayor red de protección pública, sino todo lo contrario. "Lo que demostró el Katrina es, precisamente, la ineficacia del Estado. ¿Por qué insistir por esa vía? Wal-mart o Home Depot (dos de las principales cadenas de tiendas del país) ayudaron a mucha más gente que el Gobierno. El 90% de las personas que necesitaron auxilio como consecuencia del Katrina lo encontraron en la iniciativa privada". Boaz asegura que diez días después del huracán, la iniciativa privada había hecho ya donaciones por valor de 739 millones de dólares, y calcula que el volumen final del esfuerzo de los particulares y las entidades privadas en las zonas afectadas por la catástrofe superará los 2.200 millones de dólares que se recogieron como donaciones tras el ataque terrorista del 11 de septiembre.
El premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz opina que es muy pronto para saber si el Katrina puede conducir a los ciudadanos norteamericanos a replantearse su modelo de crecimiento o a introducir algunas correcciones a las propuestas conservadoras. Pero, a diferencia de los pensadores conservadores, Stiglitz, un liberal, no descarta que así ocurra y que eso se refleje en las próximas elecciones presidenciales. "El huracán es diferente a todo lo que habíamos visito antes, sacó a la superficie unos niveles de injusticia y pobreza que nadie podía siquiera imaginar", y "redujo los niveles de confianza en el Gobierno hasta el mínimo".
El daño causado por la política económica de Bush, según Stiglitz, es tan profundo como se puso en evidencia en Nueva Orleans, y la solución no es sencilla. "Estados Unidos", advierte, "tardó una docena de años en salir del lío fiscal en que Ronald Reagan lo metió. Puede que se tarde tanto tiempo en salir del lío creado por Bush".
Mucha de esa pobreza que el Katrina sacó a flote afecta, como todo el mundo pudo ver por televisión, a los negros. Hilary Shelton es el máximo responsable en Washington de la Asociación Nacional para el Progreso de la Población de Color (NAACP), la principal organización negra y uno de los lobbies más influyentes de la capital. Shelton considera, por supuesto, a los negros como las víctimas preferidas de un sistema que les discrimina, y menciona, entre muchas estadísticas negativas, dos particularmente sangrantes. La primera es la del alto porcentaje de negros sin ningún tipo de seguro médico, un 30%, el doble aproximadamente que el de no asegurados a nivel general, que suma una población total de 46 millones de personas en Estados Unidos. La segunda estadística, más importante aún a su juicio, es la de la desatención de las escuelas públicas, donde se educa el 90% de los niños negros y en las que el Gobierno federal sólo aporta el 10% del gasto.
El resto del presupuesto le corresponde a las autoridades locales, lo que genera, según Shelton, una trágica ecuación: a barrio pobre corresponde escuela pobre, y a barrio rico, escuela rica. "En el Estado de Nueva York, por mencionar un ejemplo, hay zonas en las que se dedican 30.000 dólares por alumno y año, y otras en las que apenas se llega a 9.000 dólares".
"Yo no digo que esto sea problema del conservadurismo", aclara Shelton, que, de acuerdo a las reglas de juego en la capital de la nación, tiene que mantener un equilibrio entre todas las fuerzas sobre las que ejerce su influencia. "Nosotros no tenemos nada contra el conservadurismo. El problema es el extremismo conservador; lo que sufrimos en estos momentos es el extremismo conservador".
David Boaz, el directivo de CATO, discrepa por completo de Shelton y recuerda que la NAACP es un ejemplo del sistema de intereses creados que ha hecho que tantos norteamericanos recelen de Washington como ciudad-símbolo de la corrupción política. Boaz, fiel representante de lo que en inglés se llama libertarios (es una forma de decir liberales, que es un término que en inglés corresponde a izquierdista), considera que la mejor manera de resolver el problema de la escuela pública que plantea el líder negro es dejar que las familias administren el dinero público. Su propuesta es que los 12.000 dólares anuales de promedio que cuesta la formación de un niño en una escuela pública de la ciudad de Washington sean entregados a sus padres para que los gasten en el colegio que consideren oportuno.
Boaz tampoco coincide con Shelton en que Estados Unidos esté gobernado por un conservadurismo extremo, sino por un conservadurismo equivocado.
Un difícil equilibrio en la Casa Blanca
El conservadurismo norteamericano está dividido en una docena de sectores o grupos de presión, todos ellos más o menos organizados en torno al Partido Republicano, pero con intereses parciales y a veces enfrentados. CATO es uno de los principales instrumentos de los llamados conservadores fiscales, los que están enfocados casi únicamente en el control del gasto público y la reducción del aparato estatal. El presidente Bush es hijo de un conservador centrista, pertenece en su origen a lo que podríamos llamar los conservadores tradicionales, pero se siente muy vinculado a la derecha religiosa o conservadores de valores y dejó gran parte de su política exterior, sobre todo en su primer mandato, en manos de los neoconservadores, más famosos en España, pero en claro retroceso últimamente. Una presidencia republicana es, en realidad, el equilibrio entre todos estos sectores y algunos más (proisraelíes, antiecologistas, militaristas...), representados tanto en el Congreso como en las organizaciones ciudadanas, que juegan un papel fundamental a la hora de recaudar fondos para las campañas electorales.
Ese juego de equilibrios no favorece ahora a Bush. Su bajo respaldo en las encuestas (cerca del 60% desaprueba su gestión, según la mayoría de las encuestas de octubre) empieza a perjudicar a los candidatos republicanos que tienen que competir en las elecciones legislativas parciales del próximo año (un 52% de intención de voto para los demócratas y un 40% para los republicanos, según una encuesta de septiembre del Centro Pew), por lo que se empiezan a apreciar signos de discrepancia con la Casa Blanca. Un senador tan influyente como Trent Lott se manifestó "incómodo" al conocer la designación de Harriet Miers para el Tribunal Supremo. "¿Es la persona más cualificada para ese puesto?", se preguntó. "La respuesta, claramente, es no". Con la ayuda de grupos conservadores, Lott acabó imponiendo su criterio.
El grado de control del presidente sobre sus huestes en el Congreso puede variar en la medida en que pierda o gane popularidad. Pero parte del deterioro sufrido hasta la fecha es consecuencia directa de los errores en Irak, y en ello los principales responsables han sido los llamados neoconservadores, o neocon, en el lenguaje de los iniciados. La mayoría de los neocon son, de acuerdo a la definición de Michael Lind, autor del libro Made in Texas: George W. Bush and the Southern Takeover of American Politics, "tienen sus raíces en la izquierda, no en la derecha". "Son producto del sector judío-americano del movimiento trotskista de los años treinta y cuarenta, que se convirtió en un liberalismo anticomunista entre los cincuenta y los setenta y que, finalmente, se ha transformado en una derecha militarista e imperial sin precedentes en la historia de la cultura política norteamericana".
Las principales cabezas del movimiento son Paul Wolfowitz, antiguo secretario adjunto de Defensa y actual presidente del Banco Mundial; Douglas Feith, número tres del Pentágono hasta el pasado mes de agosto; Lewis Libby, un protegido de Wolfowitz que ocupaba hasta la pasada semana el cargo de jefe de Gabinete del vicepresidente, Dick Cheney; John Bolton, el embajador norteamericano en Naciones Unidas; Elliott Abrams, número dos en el Consejo Nacional de Seguridad; James Woolsey, antiguo director de la CIA, y Richard Perle, antiguo responsable del departamento de asesoramiento político del Pentágono.
La mayoría de ellos están ya fuera de cargos de influencia. Libby ha sido procesado por el caso Plame. Y los que quedan, salvo Abrams, atraviesan por horas muy bajas, como es el caso de Bolton, muy debilitado en la ONU por las enormes dificultades que encontró para conseguir su aprobación por el Congreso. "Los neocon representan el pasado en Washington", sentencia el columnista y editorialista de The Washington Post Sebastian Mallaby.
¿Quién sustituye a los 'neocon'?
¿Quién ocupa su lugar? Sobrevive una determinada concepción de la política exterior inspirada en la filosofía de los neocon. Pero la fuerza dominante del movimiento conservador, junto a la pujante derecha cristiana, es el liberalismo anti-Estado. Y ello se explica por "una larga historia de malos servicios públicos, lo contrario que han vivido los países escandinavos, por ejemplo", afirma Marc Falcoff, del American Enterprise Institute.
El pensamiento conservador-liberal-anti-Estado está muy enraizado en la tradición individualista de EE UU, donde se nace y se crece sin confiar en que el Estado cuide de ti o algún día se haga cargo de ti. Esa tradición se ha visto potenciada por las continuas oleadas de inmigrantes -el año pasado, otro millón y medio- que, como explica Falcoff, "hacen su revolución personal al emigrar" y desde ese momento sólo aspiran a conservar lo conseguido. Esa tradición individualista que provoca el escándalo de algunos europeos cuando se refleja en el derecho a la posesión de armas, pero que también despierta la envidia de otros en manifestaciones como el mecenazgo privado que sostiene, casi por completo, la vida cultural y artística del país.
De forma periódica, a lo largo del último medio siglo, EE UU ha atravesado por momentos de desconcierto y de incertidumbre sobre su fuerza y sus valores -Pearl Harbour y la persecución a los japoneses, la guerra fría y el McCarthysmo, Vietnam y el Watergate-. También ahora, tras el efecto de choque del 11 de septiembre, el auge de un conservadurismo extremo se confunde con escenas como las de Guantánamo y Abu Ghraib para llenar de inquietud a los aliados de la primera potencia mundial. "Siempre que nos han dado por acabados ha resurgido con más fuerza nuestro modelo de equilibrio de poderes, libertad y tolerancia; lo mismo ocurrirá ahora", asegura Falcoff.
El modelo americano es, desde luego, más conservador que el europeo; también más eficaz. La empleada de un gran almacén de Nueva York, una colombiana con 20 años de vida en EE UU y con una hermana en Sevilla, se permitía comparar a España y EE UU en los siguientes términos: "Allí se goza y aquí se gana".
Ni los europeos parecen interesados en importar el modelo americano, fuera de la natural admiración por su descomunal desarrollo tecnológico y la envidia por sus inagotables recursos, ni los norteamericanos miran a Europa como modelo. "Aquí éste es el modelo, sin alternativas. Sólo tenemos que encontrar la Administración que sepa conducirlo", dice Falcoff.
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