Desde el Holocausto ha transcurrido casi un siglo, pero en otros lugares han ocurrido y siguen ocurriendo verdaderos "holocaustos" que en mayor o menor medida han barrido con poblaciones enteras o con grupos étnicos o políticos en regiones o países tan diversos como Camboya, Ruanda, Darfur, Cuba, Venezuela o Norcorea, mientras que los actores internacionales no han logrado montar una respuesta eficaz a las masivas atrocidades que hemos contemplado y seguimos contemplando en esos y otros lugares del mundo.
Las razones de este fracaso son numerosas. A menudo están ausentes tanto la voluntad política de actuar como la disponibilidad y la capacidad de las fuerzas de intervención militar. Además, el concepto de la soberanía se ha apuntalado sobre principios inflexibles que dificultan la intervención de países externos u organizaciones internacionales, a pesar de que, en los últimos años, se ha estado desarrollando la necesidad perentoria de reconocer y aplicar los principios que establecen la "responsabilidad de proteger".
Por añadidura, las prácticas legales internacionales limitan la acción rápida y requieren una amplia consulta, especialmente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, antes de que se puedan tomar medidas específicas. Sin embargo, muchos analistas políticos sostienen que el sistema tiene ciertos beneficios: puede conferir legitimidad y ayudar a los actores a coordinar los esfuerzos militares y no militares para prevenir o detener atrocidades. Es importante señalar que la intervención sólo debe contemplarse cuando no haya dudas sobre la legitimidad de su objetivo y no es legítima cuando es unilateral. Para que la soberanía se limite al punto de justificar la intervención externa, el Estado violador debe mostrar una clara y constante falta de voluntad de respetar y proteger los derechos humanos o estar procediendo impunemente a una violación activa de los mismos frente a las protestas de su población. Para dirimir las muchas opiniones divergentes que se esgrimen sobre este tema tan fundamental, en julio de 2004 se reunió en Viena un Grupo de expertos de alto nivel del Consejo Interacción para explorar las condiciones en las que se justifican las intervenciones militares.
No obstante, desde el colapso del comunismo soviético, el fin de la Guerra Fría y los atentados del 11 de septiembre de 2001, el marco legal internacional que gobierna el uso de la fuerza militar se ha visto sometido a una enorme presión. Sin embargo, el imperativo moral de proteger a las poblaciones extranjeras en peligro de extinción en casos de genocidio, matanzas masivas, hambrunas y despojos por parte de regímenes dictatoriales y la práctica de abusos y torturas como política de Estado han planteado en la era posterior a la Guerra Fría la cuestión muy pertinente de si debería haber límites a la soberanía estatal cuando se está violando la soberanía de sus pueblos. La opinión pública, especialmente en las democracias, a menudo espera que sus gobiernos actúen, si fuera preciso por la fuerza en estos casos extremos, pero rara vez la voluntad política de sus gobernantes responde adecuadamente a esas aspiraciones.
Hoy día es prácticamente inconcebible que los miembros del Consejo de Seguridad se opongan a una intervención armada, incluso a una que no cuente con el consentimiento del Estado responsable de tales hechos, y que tomen semejante decisión abstencionista o negativa únicamente por considerar que se trata de una violación del principio de soberanía.
Lamentablemente, esto ocurre con demasiada frecuencia debido al poder de veto y a los intereses creados que afectan la política de los Estados que impiden la intervención con su veto. Aunque esto suceda con frecuencia para frenar o impedir una acción intervencionista, este entorpecimiento no logra ocultar el hecho de que la confianza en el principio de soberanía ya no es una barrera legítima para la intervención internacional autorizada por Naciones Unidas en estos casos, sobre todo si se tiene en cuenta que la no intervención somete a mayores abusos, torturas y muertes a esos pueblos abrumados por interminables y crueles dictaduras.
Un sistema internacional fundado en el Estado de derecho beneficia a todos los Estados, incluidas las naciones más poderosas. Incluso los miembros más fuertes de cualquier sociedad necesitan la protección del Estado de derecho. Los Estados Miembros de Naciones Unidas y de otras organizaciones internacionales y regionales deben reconocer que la seguridad real puede establecerse mejor mediante la acción colectiva, el respeto por las instituciones internacionales y el Estado de derecho (incluido, por ejemplo, un firme apoyo a la Corte Penal Internacional). Los tribunales nacionales pueden desempeñar un papel fundamental en el fortalecimiento del Estado de derecho en el contexto internacional, ya que brindan la primera oportunidad de reparación legal. Una relación de respeto mutuo y de colaboración entre los tribunales nacionales y los internacionales sería un gran paso de avance en la lucha universal en defensa de los derechos humanos. Hagamos votos porque así sea.