La Doctrina Social de la Iglesia (DSI) tiene un elemento político que se define mediante el desarrollo y evolución de la ley natural hasta el reconocimiento moderno de los derechos humanos, que son función fundamental del Estado defender. Tiene también un elemento social que postula la dignidad de la persona y su papel y trascendencia en la comunidad en la que vive. Y esa combinación política y social da lugar al concepto del bien común y de la justicia social, como vamos a analizar más adelante.
Para el economista teórico, el análisis es más difícil porque se topa con una doctrina por la cual las políticas económicas se rigen de conformidad a postulados políticos y sociales orientados por la ética cristiana, que exigen una actuación guiada por la virtud en la aplicación de decisiones que afectan, a su vez, la economía y las finanzas. Luego hay un elemento sicosocial en el que la ética cristiana es determinante.
La Doctrina Social de la Iglesia (DSI) se concentra, en su parte más universal, en principios de derecho natural primarios y secundarios que no pueden sustentar un sistema político o económico concreto como único sistema social posible a partir de los fundamentos de la Fe Católica. En otras palabras, no permite una utopía singular, sino por el contrario, fomenta una notable diversidad de sistemas y políticas.
El derecho natural primario, u originario, es lo que procede de la naturaleza del hombre considerada en sí misma, inherente por esto a todos los seres humanos de todos los tiempos y basado en el hecho de que las normas del derecho natural son absolutas. El derecho natural secundario deriva de la naturaleza humana pero en relación a situaciones creadas por intervención humana. Es fácil distinguirlos en la práctica porque los derechos primarios no tienen un costo para la sociedad. Basta con respetarlos y protegerlos. Los secundarios tienen siempre un costo y suelen depender de la intervención activa de los gobiernos en programas del Estado.
Desde el punto de vista del economista, no se puede afirmar que la economía "social" de mercado “se desprende de” la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), sino que el mercado libre, entendido como teoría del market process (según es planteada por Mises, Hayek y otros) no se contradice con los preceptos de derecho natural primarios y secundarios de la DSI. En otras palabras, reconocemos que la iniciativa privada, como una exigencia concomitante del derecho a la propiedad privada, es derecho natural secundario y que, además, el católico tiene libertad para opinar y actuar libremente en su forma de interpretar y aplicar la teoría austriaca del market process, que consiste en identificar y definir todo el proceso de creación y mercadeo de productos y servicios, como esboza el cuadro que sigue.
Las claves sobre esta libertad de opinión y de iniciativa empresarial consisten en que la teoría del market process reconoce un proceso “espontáneo” de coordinación de expectativas entre oferentes y demandantes (entre la oferta y la demanda) que actúan con percepciones y conocimiento dispersos por parte de unos y otros, es decir, no coherentes, y en que estos procesos caben dentro de un Estado de derecho cuando las acciones humanas, en su proceso de coordinación, de lograr su coherencia, obedecen a un propósito de justicia, es decir, cuando los intercambios resultantes del market process sean habitualmente justos y respaldados por leyes justas. En otras palabras, aquello que identificamos como Estado de derecho.
No hay en las encíclicas, ni tampoco en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia que les da coherencia, una teoría económica definida, salvo el reconocimiento de derechos, como es el derecho a la propiedad privada o a la libre empresa, o como es el derecho al trabajo justamente remunerado; y de principios, como el del bien común, que implica un cierto grado de redistribución de la riqueza.
Los círculos más liberales tienden a identificar esto como una tendencia socialista, pero la DSI no toma partido con ideologías políticas sino que establece una base ética que debe regir el estilo de vida tanto de empresarios como de trabajadores. En la introducción al Compendio se subraya "la importancia de los valores morales fundados en la ley natural escrita en la conciencia de cada ser humano, que por ello está obligado a reconocerla y respetarla."
Como hemos visto desde el principio, hay una cuestión fundamental en este análisis: el bien común; pero es indispensable añadir otra: el principio de subsidiariedad.
El bien común de un grupo social es pues el fin común por el cual los integrantes de una sociedad se han constituido y relacionado en ella. Ese bien común tiene como característica distintiva el hecho de que por su propia naturaleza es esencialmente participable y comunicable a los integrantes del grupo social. Como los seres humanos no desean todos lo mismo; su intrínseca racionalidad y libertad produce una diversidad de fines en el seno de una misma sociedad. Santo Tomás de Aquino afirma que: “El hombre es por naturaleza un animal político o social; cosa que ciertamente se pone de manifiesto en que un solo hombre no se bastaría a sí mismo, si viviese solo, en razón de que la naturaleza en muy pocas cosas ha provisto al hombre suficientemente, dándole una razón por la cual pueda procurarse las cosas necesarias para la vida, como ser el alimento, el vestido y otras semejantes”. Es decir, el hombre necesita de la sociedad para su desarrollo y el aprovechamiento de sus capacidades personales. Esto nos permite entender, a su vez, por qué el bien común no contradice en absoluto el hecho de que los fines de cada persona sean diversos en el marco social.
Ahora bien, el Estado todopoderoso y omnipresente NO es la vía idónea para fomentar el bien común. Si bien tenemos que analizar que la DSI define al “liberalismo económico” como lo que se opone a la subsidiariedad, del lado de la economía centralizada, que a medida que se desarrolla depende de un régimen cada vez más autoritario, muchos de sus defensores atacan el concepto de subsidiariedad como un peligroso obstáculo que paralizaría al Estado en el cumplimiento de su misión.
Para aclarar esto e identificar el sentido y propósito del Principio de Subsidiariedad –que consiste en reconocer que el Estado sólo debe ejecutar una labor orientada al bien común cuando advierte que los particulares o los organismos intermedios no la realizan adecuadamente–, tenemos que acudir a Pío XI en su encíclica Quadragesimo anno: “…como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar …” Es importante destacar el énfasis de Pío XI en que NO SE PUEDE “quitar a las comunidades menores” porque aclara que NO SE PUEDE “para dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos ni absorberlos”.
Planteadas estas dos cuestiones fundamentales –el bien común y el principio de subsidiariedad– podemos formular una Economía Social de Mercado basada en la organización de los mercados, buscando el mejor sistema de asignación de recursos y tratando de corregir y proveer las condiciones institucionales, éticas y sociales para que funcione de forma eficiente y equitativa. El término fue acuñado por Alfred Müller-Arnack en Dirección económica y economía de mercado, una obra escrita en 1946, en la que establece que la Economía Social de Mercado es la “combinación del principio de la libertad de mercado con el principio de la equidad social”.
El propósito consiste en sintetizar las ventajas del sistema propuesto por el liberalismo, que propone fomentar, por motivos egoístas, la iniciativa individual, la productividad, la eficiencia y la tendencia a la autoregulación, en conjunción con los aportes fundamentales de la tradición social cristiana de solidaridad y cooperación. Esto significa buscar un equilibrio entre la libertad económica, que implica una ausencia o, por lo menos, un freno a cualquier medida coactiva del Estado a la actividad económica, con la justicia social en la búsqueda legítima de la igualdad de oportunidades en el plano económico para el despliegue de los propios talentos en un ambiente de solidaridad con los más necesitados o menos favorecidos por las circunstancias económicas.
La doctrina tradicional de la Iglesia ya planteaba este equilibrio dentro del concepto del “destino universal de los bienes”, que es uno de los temas que desarrolla y actualiza la Encíclica Populorum progressio. Sobre esto, el Compendio subraya (pág.246) que: “Con la constante reafirmación del principio de la solidaridad, la doctrina social insta a pasar a la acción para promover el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos.” Y sigue diciendo que: “El principio de solidaridad, también en la lucha contra la pobreza, debe ir siempre acompañado oportunamente por el principio de subsidiariedad, gracias al cual es posible estimular el espíritu de iniciativa, base fundamental de todo desarrollo socioeconómico”. Es decir, la iniciativa privada, el derecho a la propiedad, como cimiento de un sistema ético capaz de resolver la pobreza.
No se trata de un sistema de limosna en el que se regala el pescado sin una obligación recíproca del beneficiado, sino de un sistema de adiestramiento, capacitación y apoyo solidario donde se enseña a pescar y a ganar el sustento honradamente. Por eso añade el Compendio que “a los pobres se les debe mirar no como un problema sino como a los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y más humano para todo el mundo.”
Desde la aridez del análisis económico, vemos que en macroeconomía hay dos teorías para solucionar los aspectos adversos de lo que se denominan "ciclos económicos": la keynesiana (Keynes) y la monetarista (Friedman). Ambas han sido empleadas en Estados Unidos y otras partes sin lograr su propósito fundamental de evitar las lamentables crisis resultantes de estos ciclos.
Por tanto, la Economía Social de Mercado que planteamos desde la óptica cristiana, por el contrario, ES anti-cíclica, aprovechando las herramientas que proporcionan tanto la teoría de Keynes sobre política fiscal como la de la Escuela de Chicago sobre política monetaria. El objetivo principal es estabilizar los indicadores macroeconómicos –cuyas variaciones excesivas son consideradas una amenaza para el bienestar y para la paz social– tales como el nivel de actividad, el consumo y la inversión, el empleo, etc. Los instrumentos correspondientes a la política fiscal o a la política monetaria han de ser empleados para el logro de los objetivos dependiendo del estadio en que se encuentre el ciclo económico y de sus circunstancias y particularidades, lo que hay que analizar en cada caso para aplicarlos con cierta discrecionalidad dentro del marco legal existente.
Dentro de todas estas consideraciones y condicionamientos, lo que más se acerca a una teoría económica desde la óptica de la Doctrina Social de la Iglesia y su doctrina ética tradicional, se conoce como Distributismo, que enfoca los temas éticos de la distribución de la riqueza y del bien común mediante una política económica. Debemos subrayar y dejar muy en claro que la DSI no promueve ni un sistema de Welfare, como está planteado en muchos países, ni, mucho menos, uno de clientelismo político, que es la consecuencia de muchas políticas populistas que se aplican en muchos países, incluso en los EEUU, para lograr más votos en las elecciones.
La teoría del Distributismo cobró una mayor coherencia en la obra de Chesterton, que hace énfasis en políticas contrarias al tradicional "Estado de bienestar" (o Welfare) que impera en muchos países, porque plantea la necesidad de la descentralización del poder y de la aplicación del principio de subsidiariedad para tomar decisiones políticas. Se basa firmemente en el núcleo familiar y la propiedad privada.
Y precisamente esta teoría económica implica una estructurada descentralización del poder que permita a cada comunidad, a cada municipio o a cada provincia resolver los problemas que atañen a ese escenario político, como postula el Principio de Subsidiariedad; y, por supuesto, descansa en la base fundamental de la sociedad, que es el núcleo familiar. Por tanto, el Distributismo aspira a una economía más humana, más compasiva, que permita un mayor grado de justicia económica sin concentrar el poder en un sistema centralizado todopoderoso. Es una crítica, tanto a los sistemas capitalistas como a los socialistas, que desde políticas distintas han fomentado la injusticia, la miseria y el caos social, y han contribuido a la desintegración del núcleo familiar, que es uno de los peores flajelos de nuestra época.
Cuando critica al capitalismo, el Distributismo no se refiere a la libre empresa ni al derecho a la propiedad privada, sino al abuso y la corrupción que impera en un sistema demasiado permisivo, amoral e individualista; y cuando rechaza al socialismo, no es que rechace un política que promueva el bienestar de los trabajadores ni un sistema que haga énfasis en los derechos aplicados o en una aspiración legítima a la equidad, sino que condena los métodos de promover a la fuerza una utópica sociedad igualitaria. Porque igualdad y equidad son dos cosas distintas. La equidad no pretende reducir a un común denominador igualitario a toda la sociedad, sino que establece una paridad de derechos, es decir, una igualdad ante la ley y las oportunidades en una sociedad libre y en un Estado de derecho.
Además, el Distributismo destaca la necesidad de una soberanía monetaria, interpretada como el derecho a la propiedad de una moneda estable y sólida al servicio del bien común. El problema es que, ya desde 1971 en Estados Unidos, y después en otras partes, la moneda no está relacionada de ninguna manera con una reserva de oro y que el dinero está siendo “creado de la nada”, sin un valor real ni tangible. La Reserva Federal en 1976 decidió aumentar TODOS LOS AÑOS la moneda circulante entre un 5% y un 8% sin ningún respaldo tangible, con el pretexto de estimular la economía y fomentar el crédito. Los demás países siguieron el ejemplo en esta nueva espiral festiva del dinero.
Por lo tanto, la moneda (el dinero) se convirtió así exclusivamente en una deuda de los Estados y de los ciudadanos con el sistema bancario, se convirtió en un verdadero estado de dependencia permanente. En el cuadro vemos los resultados nefastos de esta festinada creación de dinero de papel. Así nos encontramos en una situación en la que es indispensable reflexionar y tomar medidas drásticas sobre el desorbitado endeudamiento que abruma a toda la humanidad y llega a ser aplastante en economías tan supuestamente desarrolladas como la de los Estados Unidos.
Tal endeudamiento público genera básicamente una drástica reducción de los gastos y servicios ofrecidos a los ciudadanos o una reducción de su calidad y eficacia y un aumento correlativo de los impuestos visibles. Porque los impuestos invisibles son los que se traducen en la devaluación de la moneda y la resultante disminución del poder adquisitivo. En otras palabras, su consecuencia inflacionaria: cada día que pasa podemos comprar menos productos y servicios con un dólar, y en muchos otros países esta erosión del bienestar económico es todavía más acelerada que en Estados Unidos. A medida que el Estado deja de ser propietario de su propia moneda al convertirla en un instrumento de crédito, los ciudadanos engatusados con el consumismo y empantanados en un populista derroche presupuestario acabarán por tener que pagar impuestos onerosos a un Estado que ha dejado de ser soberano, que ya no puede proporcionarles servicios efectivos. Un Estado cada vez más centralizado y autoritario.
Sugerencias y teorías tales como el Distributismo en el campo de la economía, únicamente funcionan si cada uno de nosotros, como individuos, opta por un comportamiento ético, y si lo exigimos también de los demás, para estructurar un Estado de derecho sólido y a la vez solidario. Una exigencia que debe desbordar al campo político. El Compendio señala claramente que: “La finalidad inmediata de la doctrina social es la de proponer los principios y valores que pueden afianzar una sociedad digna del hombre. Entre estos principios, el de la solidaridad comprende todos los demás: este constituye [como lo señala la Encíclica Centesimus annus] «uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y política» …” Y el Compendio sigue diciendo: “Este principio está iluminado por el primado de la caridad (…) El amor debe estar presente y penetrar todas las relaciones sociales.”
Para eso deberemos inculcar a la sociedad un estilo de vida cristiano y hacerle frente con firmeza al relativismo permisivo que desintegra los cimientos éticos sobre los que tenemos que edificar nuestro mundo, para que sea más solidario y pueda afincarse sólidamente sobre los pilares de la tolerancia, la confraternidad y la colaboración.
Para eso es indispensable que el Amor esté presente en todas las relaciones humanas.
La tarea de los economistas sería entonces mucho más fácil.