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He estado pensando en la necesidad de la esperanza
La Cuba de hoy es muy similar a un campo de concentración.
Si buscamos en una enciclopedia las características de un campo de concentración, encontramos que son sitios de confinamiento genérico, donde las personas son privadas de su libertad y donde no existen garantías judiciales.
La administración se sustenta en la represión política y, además de las autoridades oficiales del campo, existe un sistema de control llevado a cabo por los mismos presos a los que se les da cierto poder y cuya función es vigilar y delatar al resto de los presos.
Los integrantes de un campo de concentración son privados de condiciones humanas: la comida es insuficiente, no existe la higiene, el trabajo se hace en condiciones deplorables y, en general, se vive en medio de la precariedad, es decir, en unas condiciones consideradas por debajo del límite admitido como normal.
Sin embargo, lo más terrible de un campo de concentración es la falta de esperanza, la insoportable sensación de que el sistema diabólico que controla y oprime a la población indefensa es inamovible, la falta de luz al final del túnel.
Porque aunque sabemos que todo campo de concentración tiene un final y que la libertad puede tardar pero siempre llega, eso no quita la “sensación” de cárcel, de esclavitud inamovible y, sobre todo, de indefensión. Por eso, o nos hundimos en la depresión y el hastío, o seguimos caminando a tientas en la noche, sin más asidero que una esperanza a la que hemos decidido no renunciar.
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