La pobreza, la desigualdad y el Estado de bienestar

Hay muchos mitos sobre el "Estado de bienestar" (Welfare), sobre todo porque se ha convertido en fuente de promesas electorales que en los países democráticos logran una notable acumulación de votos que suele ser decisiva en los comicios donde predomina la tendencia política identificada con el "socialismo". Estos mitos se fortalecen con argumentos religiosos que pretenden demostrar que la doctrina cristiana promueve esas políticas "a favor de los pobres". Se llega al extremo de comparar favorablemente el marxismo con la doctrina de Jesús, como si el llegar a ser "rico" fuese anatema y los buenos gobernantes estuvieran obligados a promover una forzosa "igualdad" entre los ciudadanos.

Aunque este no es el tema de este ensayo, conviene aclararlo para evitar confusión en los argumentos que siguen más adelante. La doctrina cristiana se basa en la justicia social y el bien común. Pero estos parámetros dependen de la conciencia individual, de las decisiones personales dentro de una ética definida que, en el ámbito político, respeta la ley y el orden. Por tanto, esos parámetros son obra de la sociedad en la suma de voluntades personales y no el resultado de una coacción gubernamental autoritaria. En otras palabras, depende de la cultura cívica de esa sociedad actuando en libertad democrática, bajo los principios de subsidiariedad y solidaridad humana. 

Es importante aclarar también que el sentido y propósito del Principio de Subsidiariedad consiste en reconocer que el Estado sólo debe ejecutar una labor orientada al bien común cuando advierte que los particulares o los organismos intermedios no la realizan adecuadamente. Pío XI lo resumió así en su encíclica Quadragesimo anno: “…como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar …”

Enfocando ahora el tema principal, deseo subrayar que para muchos han pasado lastimosamente inadvertidas las investigaciones que motivaron el Premio Nobel de Economía de 2015, otorgado a Angus Deaton, en gran medida por el impacto de los argumentos vertidos en su obra emblemática, titulada "El Gran Escape. Salud, riqueza y los orígenes de la desigualdad".

El autor es un escocés graduado en la Univ. de Cambridge y radicado como profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Woodrow Wilson School of Public International Affairs del Departamento de Economía de la Universidad de Princeton, en Estados Unidos, donde se ha especializado en la investigación de la salud, el bienestar y el desarrollo económico comparativos entre países ricos y pobres, así como en la medición de la pobreza en todo el mundo.

A lo largo de su carrera ha estudiado los fundamentos microeconómicos de cuestiones más amplias en cuanto a consumo y ahorro y sus implicaciones para la pobreza y los esfuerzos por reducirla o erradicarla. Esta labor produjo resultados impresionantes para comprender mejor las características de la pobreza en el mundo. Fue un pionero en minuciosas encuestas conducidas en hogares pobres de los países subdesarrollados para obtener una perspectiva más precisa sobre los niveles de vida y las realidades de consumo particular de los más pobres del mundo. Esta información concedió a los investigadores datos detallados a nivel microeconómico que han permitido a los economistas especializados en el desarrollo evitar imprecisas generalizaciones sobre los pobres en un país determinado basadas en una impersonal información macroeconómica.

Su obra ha resultado muy controversial porque desenmascara mitos firmemente establecidos en las políticas del "Estado de bienestar" o Welfare State. En su lectura chocan afirmaciones ─que Deaton se encarga de probar minuciosamente─ sobre que "el progreso en sí es un factor de desigualdad, porque no todos los países ni las personas lo experimentan al mismo tiempo y en el mismo grado", respondiendo así a quienes tienden a relacionar una mayor desigualdad con una mayor pobreza.

Señala también importantes cambios en el campo sanitario durante la era industrial: "Desde 1750, conforme se desarrolla el capitalismo, empiezan a darse mejoras en la salud. Las vacunas y los tratamientos no se repartían por igual: llegaban primero a los más ricos, pero luego iban extendiéndose entre los demás ciudadanos. Había desigualdad pero en un contexto de progreso, de cambio a mejor". Y añade que: "Lo ideal es que estos avances lleguen a la vez a todos, y que lo hagan por un precio asequible. El problema es que no entendemos que la desigualdad inicial es punto de partida para que luego se extiendan los usos, se mejoren los procesos... Estas desigualdades iniciales son un preludio de un progreso y un avance significativo".

Quizás el aspecto más controversial de sus teorías es su resistencia a clasificar a un grupo de personas como "los pobres", afirmando que hay muchas personas pobres, pero que no pertenecen a una clase determinada sino que son individuos con características, carencias y necesidades particulares que requieren oportunidades individuales para resolver sus problemas y llegar a un nivel mínimo de bienestar.

Esta óptica se antepone al concepto hoy día generalizado del "Estado de bienestar" o Welfare State. Deaton sostiene que la burocracia de asistencia pública socava la gobernabilidad en los países pobres y provoca el derroche en los países ricos. Cuando los dirigentes de los países pobres pueden asegurar la mayoría de sus necesidades de financiamiento a través de la ayuda directa de los países ricos, esos líderes ya no están obligados a responder a las necesidades de los ciudadanos, trabajando para su bien a largo plazo. En cambio, esos líderes tienen fuertes incentivos para mantener a sus ciudadanos pobres, usando a sus propios súbditos como una justificación para ir mendigando más ayuda en el escenario mundial y como un instrumento para consolidar sus políticas populistas y su permanencia en el poder. Encuentran también fuertes incentivos para caer en prácticas de corrupción administrativa.

Estas políticas pueden parecer misericordiosas y hasta otorgárseles un basamento en la ética cristiana, pero en el largo plazo son causantes de graves desequilibrios, clientelismo y corrupción. En ese sentido, Deaton es lapidario:  "... esta ayuda, incluyendo la ayuda para la salud, socava la democracia, fomenta liderazgos más autoritarios y al final acabará perjudicando el nivel sanitario." Los programas de ayuda a muchos de los países más pobres hacen posible que los dictadores brutales y despiadados permanezcan en el poder; esa ayuda ─pese a sus buenas intenciones─ puede llevar a más represión y muertes bajo regímenes que rutinariamente abusan de sus propios ciudadanos y se niegan a llevar a cabo reformas que conducirían a mejores resultados de salud y bienestar en el largo plazo.

Igualmente, apunta Deaton que las transferencias de dinero directamente a los pobres "tampoco funcionan, porque en cualquier caso sus gobiernos tienden a confiscar la riqueza privada y, además, la pobreza no se soluciona por esta vía". Pero este economista laureado con el Premio Nobel no es enemigo de la asistencia y ayuda a países más pobres, sino de cómo se la organiza y orienta.  Incluso acepta que la política actual tiene algunos elementos positivos: "Los programas de 'ayuda a cambio de medicinas' han funcionado mejor, es de lo poco que se salva. Hoy, los fármacos antirretrovirales (TAR) benefician a más de 10 millones de personas en países empobrecidos, apenas un millón tenía acceso hace una década", explica. "Sin embargo, incluso en estos casos sigue sin existir un marco apropiado para el desarrollo de un mercado sanitario local, capaz de gestionar las propias necesidades de los ciudadanos. Recuerdo una discusión electoral en Canadá sobre cómo enfocar el gasto en educación aprobado para Botswana. Esto debería discutirse en Botswana no en Canadá", denuncia.

En el campo de la asistencia de los países ricos a los países más pobres, la política debiera basarse en un famoso proverbio que subraya: "Regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentarás para el resto de su vida." En otras palabras, ¿puede la "ayuda al desarrollo” acelerar el progreso? "Entiendo que emplearla como herramienta contra la desigualdad no sirve como solución a los problemas de los países más desfavorecidos", señala Deaton. Por tanto, lo correcto no consiste en invertir más en una "ayuda para el desarrollo" orientada a aliviar la pobreza mediante prestaciones, obras de beneficencia y programas de bienestar, la cual es demostrable que hace más mal que bien, sino que la ayuda debe orientarse a la capacitación, el adiestramiento y el planeamiento de nuevas industrias que den trabajo a los pobres y a inversiones en proyectos sanitarios, así como a proveer incentivos adecuados para fomentar pequeñas y medianas empresas. Esto permitiría rebajar el costo de los programas de ayuda con mejores resultados y mayor eficacia.

En programas de asistencia internacional de este tipo debe eliminarse también el mito de la necesidad de fijar artificialmente salarios mínimos para los trabajadores. Cualquier ley que exija salarios superiores a la productividad del trabajador provoca el derrumbe de la parte baja y más vulnerable del mercado de trabajo al limitar la capacidad de competencia de las pequeñas empresas y el número de personas que pueden ser contratadas para prestar servicios. La única forma efectiva y duradera de asegurar salarios dignos es aumentando la productividad del trabajador. Esto se consigue mediante inversiones acertadas en maquinaria, instalaciones, infraestructuras y, lo más importante de todo, mediante la mejor formación y mayor experiencia laboral de los trabajadores.

La función del Estado en materia de salarios es la de legislar para evitar abusos y desmantelar los monopolios que los propician. Debe haber organismos que vigilen a las empresas que puedan aprovecharse de situaciones de ignorancia o necesidad y abusen con salarios escandalosamente inferiores a la productividad de los trabajadores. Pero los salarios mínimos que se decretan artificialmente con la idea populista de proveer según las necesidades básicas del trabajador, provocan desequilibrios y mayor desempleo precisamente al nivel de los trabajadores más pobres. En otras palabras, no  hay atajos ni intervenciones mágicas. Los salarios mínimos no se decretan, solo se consiguen con muchísimo esfuerzo aumentando la productividad de los trabajadores.

La pobreza generalizada es el resultado de malas políticas y no se resuelve con dádivas ni, mucho menos, con un corruptor clientelismo. Sólo se resuelve con educación y adiestramiento, "enseñando a pescar" para ganarse la vida. El "Estado de bienestar", como lo administra hoy día una impersonal burocracia en muchos países, fomenta una sociedad parasitaria e improductiva que estanca el progreso y acelera un derroche presupuestario que acabará tarde o temprano en una grave recesión mundial si seguimos por este mismo camino.

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