Es una realidad sencilla de explicar que el alto riesgo que implica invertir en empresas innovadoras lo corren quienes tienen capital suficiente para arriesgarlo en una iniciativa empresarial. Cuanto mayor es el capital disponible, mayor es el riego que el capitalista está dispuesto a correr. El resultado evidente es un progreso sostenido por avances científicos y tecnológicos.
Para correr grandes riesgos son indispensables los grandes capitales. La sociedad que no cuenta con empresarios capaces y dispuestos a correr grandes riesgos, se estanca. Se sumerge en la mediocridad.
Correr riesgos es una función resultante del grado de confianza que el consumidor, el empresario y el inversionista depositan en la sociedad en que viven y en los gobernantes que la dirigen. Por tanto, la economía se contrae y cae en recesión a medida que se evapora la confianza y disminuye en consecuencia la voluntad de correr riesgos.
El argumento de Keynes al respecto precisa que: "Fue precisamente la desigualdad de la distribución de la riqueza la que hizo posible esas grandes acumulaciones de riqueza invertida y de mejoras de capital que distinguen esa edad de todas los demás [refiriéndose a la Revolución Industrial]. La inmensa acumulación de capital invertido que, a beneficio de la humanidad, siguió un curso ascendente durante el medio siglo antes de la guerra [la I Guerra Mundial], nunca podrían haberse producido en una sociedad donde la riqueza hubiera sido dividida equitativamente" (The Economic Consequences of the Peace. New York, 1920).
¿Cuál es el motor que acelera el crecimiento de la riqueza en la sociedad si no es el éxito de los empresarios e inversionistas dispuestos a correr riesgos en la investigación y el desarrollo de empresas innovadoras?
El enorme riesgo de la inversión en una empresa altamente innovadora, como Google, generó en pocos años más de 250 mil millones de capital, decenas de miles de empleos y multitud de otras iniciativas empresariales derivadas, subsidiarias y/o dependientes. Hay muchísimos ejemplos similares, tales como los de Microsoft y Apple, así como en otros renglones empresariales, como los productos farmacéuticos y medicinas, las comunicaciones satelitales, el transporte marítimo, la perforación petrolera, etc., etc.
Esto no se logra mediante una forzosa y dogmática redistribución de la riqueza. El argumento de que el aumento en las disparidades de los ingresos entre los más ricos y los más pobres redunda en una mayor pobreza y en una clase media cada vez más asediada por el costo de la vida, no se refleja en las cifras reales. En Estados Unidos, el notable y desproporcionado aumento de los ingresos por parte del 1% de la población que tiene mayores ingresos con respecto a otros segmentos de la población menos favorecidos, no ha causado rebaja alguna en el salario medio ni tampoco en los ingresos medios de la población en general.
La realidad es otra. El enorme aumento de los capitales millonarios y billonarios le ha dado a Estados Unidos una amplia ventaja frente a otros países altamente industrializados, como los de Europa y Japón, con una mayor creación de nuevas empresas producto de las inversiones de alto riesgo en ideas y tecnologías innovadoras que han redundado en centenares de miles de nuevos empleos bien remunerados. En gran medida, eso ha permitido que la tasa de desempleo en EEUU con respecto a la que contemplamos en la mayoría de los demás países industrializados, se haya mantenido mucho más baja durante el reciente período recesionario y de estancamiento.
Aunque una política de justicia social es indispensable en todo buen gobierno y la carga fiscal es justo que recaiga en mayor medida entre aquellos que más tienen, los extremos de la aplicación de políticas socialistas o de un exagerado gasto presupuestario para crear y mantener un Estado de bienestar (welfare) acaban por ser contraproducentes y por perjudicar precisamente a las clases menos favorecidas, a las que estas medidas populistas pretenden beneficiar. Estas políticas malgastadoras, que frecuentemente provocan un exagerado endeudamiento público (como efectivamente está sucediendo en muchos de los países más desarrollados, sobre todo en EEUU), tienen la inevitable consecuencia del aumento paulatino de los impuestos. Este aumento de los impuestos suele encubrirse sobrecargando exageradamente a los sectores de la población con mayores ingresos y gravando cada vez más a las empresas con obligaciones salariales, vacacionales y de seguros, que se suman a altas tasas corporativas de impuestos a las ganancias de capital y otros tipos de impuestos a sus operaciones financieras y comerciales.
Está demostrado que a la larga esto provoca una notable reducción de las inversiones de riesgo y, en el peor de los casos, una notable fuga de capitales hacia ambientes corporativos más amistosos. En el caso de los Estados Unidos, esta realidad es todavía más aguda por el hecho de que el Estado de bienestar se lo hemos recargado a las corporaciones en una medida desproporcionada. Estados Unidos ha perdido así durante el último medio siglo su notable ventaja comparativa de la posguerra en un proceso que ha redundado en que muchísimos productos e industrias hayan dejado de ser competitivos y hayan emigrado a otros países, con la consecuente pérdida de empleos y la disminución de las tasas de crecimiento económico.
Estados Unidos se ha ido convirtiendo paulatinamente en un ambiente más hostil a los empresarios que el de la mayoría de los otros países industrializados y, por descontado, mucho más que en cualquiera de las economías emergentes de Asia. Mientras que la tendencia populista sigue siendo la de aumentar la carga impositiva a las corporaciones, muy pocos saben que, incluyendo los impuestos estatales y federales, las corporaciones radicadas en EEUU sufren una carga impositiva del 39%, superando a la de Japón, que es del 37%, la de Francias, que es del 34%, la de Alemania, que es del 30%, y la de Corea, que es del 24%, por sólo citar unos pocos ejemplos. En contraste, Irlanda impone una carga a sus corporaciones del 12% y muchos países emergentes son verdaderos paraísos fiscales con todo tipo de concesiones.
Además, este exagerado nivel de impuestos representa un gravamen oculto para todas las clases sociales que de alguna manera se benefician o utilizan productos o servicios estadounidenses. Sencillamente, pagan con precios más altos el privilegio de tener estos productos y servicios del país y, por lo tanto, la enorme tasa impositiva a las corporaciones tiene como resultado un menor poder adquisitivo de toda la población. La alternativa que se produce cuando las corporaciones deciden mudar sus servicios o su producción a otros países, restablece parte de ese poder adquisitivo al reducirse los costos en el extranjero y los precios que paga el consumidor en el país importador, pero aumenta el desempleo y, al reducirse el producto interno bruto con la fuga corporativa, frena el crecimiento económico y hay menos capitales disponibles para las inversiones de riesgo indispensables para el desarrollo.
Este efecto negativo se refleja también, aunque en menor medida, en las consecuencias de crear distorsiones exageradas en el aumento progresivo del nivel impositivo a los ingresos. Es el efecto que tendrá el alza súbita de los impuestos en Estados Unidos a los individuos con ingresos de más de $400,000 y a las parejas que alcanzan más de $450,000. Por una parte, estas personas perderán una tajada del capital sobrante que de otra manera tendrían disponible para inversiones o consumo y, por la otra, al crearse la distorsión resultante de un alza de los impuestos que no es progresiva, muchos que están en el borde de esos ingresos optarán por cesar de producir o de trabajar cuando se acerquen a estos límites impositivos, puesto que una cantidad adicional de ingresos representará ahora una pérdida impositiva sumamente desproporcionada o incluso mayor. Esta actitud defensiva introduce en la economía otro factor recesionario indeseable. Existe también la posibilidad de que muchos busquen la trampa legal o ilegal para librarse del castigo impositivo.
Son normales las fluctuaciones económicas que incluyen períodos recesionarios, aun cuando no se hayan cometido grandes errores en la política económica y financiera como los que hemos presenciado recientemente. La responsabilidad de todo gobierno es la de frenar la incidencia de estos errores, proteger al consumidor, estimular a la pequeña y mediana empresa con especial énfasis en dar todo tipo de facilidades a las más innovadoras y establecer mecanismos de vigilancia que frenen los abusos empresariales y las trampas y estafas financieras. Esto no incluye una excesiva redistribución de la riqueza sino más bien una decisión firme de respaldar las necesidades de los menos favorecidos, darles facilidades de adiestramiento y educación, prestarles asistencia en períodos de desempleo o incapacidad, y facilitarles cuando sea oportuno la reubicación a escenarios más favorables a su desarrollo personal.
En los períodos difíciles corresponde a todos los ciudadanos un sacrificio proporcional compartido para que la economía nacional pueda volver a equilibrarse y reiniciar su crecimiento y progreso. En los tiempos difíciles, más que nunca, es la tarea del buen gobierno evitar las rivalidades, los celos y las envidias que enfrenten a las clases sociales y disgreguen el esencial esfuerzo común. La responsabilidad nacional compartida de hacer un esfuerzo adicional y de aceptar un período de mayor austeridad es la única estrategia válida para superar la recesión, devolver la confianza a consumidores, empresarios e inversionistas, y promover un ambiente político más cordial.