El Papa Francisco solía enfatizar una Iglesia "pobre y para los pobres", no solo en recursos, sino en espíritu y recalcaba que para Dios «nadie está excluido de su corazón, ya que, ante Él, todos somos pobres y necesitados». Su sucesor, León XIV, nos habla en su Exhortación Apóstolica "Dilexi Te" de «la ilusión de una felicidad que deriva de una vida acomodada que mueve a muchas personas a tener una visión de la existencia basada en la acumulación de la riqueza y del éxito social a toda costa, que se ha de conseguir también en detrimento de los demás y beneficiándose de ideales sociales y sistemas políticos y económicos»(11) y hace hincapié sobre nuestras obligaciones con los pobres.
Cuando se habla de "Iglesia de los pobres" se está caracterizando a sus fieles como "pobres de espíritu", es decir, personas que son ejemplo de humildad, desterrando el orgullo y admitiendo la necesidad de la Gracia y misericordia de Dios en lugar de abrigar una arrogante autosuficiencia. Por tanto, la "Iglesia de los pobres" abarca a quienes sienten un auténtico amor al prójimo, revestido de compasión, tolerancia, comprensión, solidaridad y colaboración, así como una dosis generosa de caridad cristiana. Los misioneros que a veces arriesgan sus vidas en lugares remotos son un ejemplo palpable de esa caridad cristiana que es fruto de un auténtico amor al prójimo.
El Apóstol Santiago nos dice también en su segunda epístola: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: “Vayan en paz, caliéntense y coman”, y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta».
En esa notable proclamación que conocemos como "El Sermón de la Montaña", Jesús afirmó: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.» Esto lo identificamos como la opción preferencial por los pobres que realizamos no por sentido del deber, sino por un sentimiento de agradecimiento por el extraordinario don del amor de Dios. El Católico auténtico que hace suya esta prédica es "pobre de espíritu" porque reconoce que el vacío interior que provoca la vida mundana sólo puede llenarse abriendo el corazón a Dios, consciente de que no se trata de alentar la tristeza ni de renunciar a los recursos materiales sino de esa actitud de corazón abierto al Reino prometido por Jesús. Es así que la doctrina católica nos enseña que "pobres de espíritu" señala, en pocas palabras, a quienes reconocen su miseria espiritual y la total insuficiencia de sus propias virtudes, son conscientes de su condición pecaminosa y vacía sin Dios y, por tanto, viven como un "mendigo" de Dios, necesitando su Gracia y perdón. Además, se refiere también a quienes no se apegan a las riquezas o la autosuficiencia terrenal, sino que buscan la riqueza espiritual porque se ven a sí mismos pequeños y necesitados de la misericordia de Dios.
Jesús es un ejemplo de lo que significa ser "pobre de espíritu" porque renuncia a su poder divino para hacerse pequeño y vulnerable entre nosotros, rechazando las tentaciones de poder, vanidad y avaricia que nos enseña a resistir mediante la fe, la Palabra de Dios y la confianza en el plan divino. Nos enseña que el Reino de Dios es de los pobres de espíritu. Están aquellos que tienen el reino de este mundo: poseen bienes y tienen comodidades. Pero son reinos que pasan, se acaban, desaparecen.
En este contexto, ser Cristiano y Católico significa conocerse a sí mismo y a Dios y su doctrina, con una profunda comprensión del mundo y sus deficiencias y maldades para poder rechazarlas consciente y coherentemente. Se trata de una postura de mano tendida, pero con una actitud de firmeza en los principios y en la fe. Así vemos a Jesús conmovido ante los mendigos, los enfermos, los marginados y los pecadores en general, pero con firme rechazo del pecado y la falsedad. Como bien lo subraya SS León XIV en “Dilexi Te” (16), Dios «se compadece ante la pobreza y la debilidad de toda la humanidad y, queriendo inaugurar un Reino de justicia, fraternidad y solidaridad, se preocupa particularmente de aquellos que son discriminados y oprimidos, pidiéndonos también a nosotros, su Iglesia, una opción firme y radical en favor de los más débiles.» Y más adelante recalca nuestra obligación con los pobres: «Debemos comprometernos cada vez más para resolver las causas estructurales de la pobreza. Es una urgencia que no puede esperar…».
Luego tenemos un compromiso de caridad cristiana que demuestre un auténtico amor al prójimo y en el Nuevo Testamente vemos múltiples ejemplos de la interacción de Jesús con los más necesitados; pero vemos también que su gestión compasiva, tolerante y solidaria interactuaba en todos los casos, sin excepción, con quienes le suplicaban con humildad, o con los dolientes que se le acercaban con fe, o con los paganos y fariseos que lo consultaban con respeto, como Nicodemo, Simón o Cornelio. Incluso en la cruz, promete el Paraíso al ladrón arrepentido, pero ignora a Gestas, que opta por rechazar a Dios en la antesala de la muerte. Y perdona a los que "no saben lo que hacen".
El mensaje es claro: abre las puertas de su Reino a los "pobres de espíritu" e ignora a quienes carecen de esa humildad indispensable y viven centrados en sí mismos. No vemos en las escrituras un solo caso que nos muestre a Jesús atendiendo al exigente o al que aspire al perdón sin arrepentimiento ni un claro deseo de redención. Perdona a la adúltera, pero no pasa por alto su pecado y la conmina: "Vete y no peques más". No hay ni un ápice de permisividad en los ejemplos de Jesús en su misión salvadora; perdona, pero reconoce el pecado y lo combate. No muestra comprensión por el adulterio sino compasión por la pecadora y un auténtico mandato de que rechace el pecado.
Es esta la enseñanza de todos los tiempos que debemos reconciliar con los problemas de hoy. No se trata de permisividad ni de tolerancia ante el pecado y la maldad, sino de brazos abiertos al prójimo. Brazos abiertos que no juzgan pero que proclaman la virtud frente al pecado. Sin arrepentimiento ni un firme propósito de conversión, no hay redención ni es correcta una indiferente tolerancia.
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