Un Nobel entre primaveras fallidas y conflictos explosivos
- Miguel Saludes
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Un Nobel entre primaveras fallidas y conflictos explosivos
14 Oct 2015 21:43
La irrupción del Estado Islámico en el panorama de guerra civil sirio y en territorio iraquí relegó a un plano secundario la causa rebelde que desató la primavera árabe en su versión siria. La escalada de guerra entre facciones desafectas al régimen de Bashar al Assad, sus leales y la cada vez más dominante acción de los yihadistas del ISIS y Al Qaida ha desviado definitivamente el curso de aquella salida “revolucionaria” hacia una democracia en el país árabe. Un movimiento que comenzó en el Túnez de Ben Asis, que arrancó el poder y la vida a Gadafi en Libia y que sentó por corto tiempo a los Hermanos Musulmanes en el gobierno de Egipto.
Túnez, donde a pesar de las dificultades el movimiento logró sobrevivir quizás por las características de una tradición política más cercana a la de sus vecinos europeos, enfrenta un panorama inestable tras los atentados perpetrados por islamistas radicales contra objetivos turísticos, fuente vital para la economía de esa nación. No pocas personas del país norafricano expresan su frustración y temores ante el empuje del salafismo integrista que busca imponerse. Los problemas de seguridad, el riesgo de que las mujeres pierdan sus libertades y la carestía de vida hacen decir a no pocos que desde la revolución “todo ha ido a peor”. No han sido las cosas mejores para Yemen tras la salida de Alí Abdalá Salé o en Libia dividida entre bandos enfrentados en un territorio que se ha hecho fértil para el terrorismo y el tráfico humano hacia Europa.
Tomando como escusas las opiniones del polémico Donald Trump sobre el tema, queda asumir la tentación de ser políticamente incorrecto al contrastar algunos de sus postulados. Trump encaramado en una polémica campaña por la candidatura republicana a la presidencia norteamericana proclama el error que significó sacar del poder a los Gadafi y Husein, dictadores crueles que tenían en un puño la situación de su entorno y cuya salida dejó expedito el camino a fuerzas que hoy amenazan la paz internacional. En sus comentarios Trump sugiere su preferencia por el sirio Assad a otras opciones, comparando a los actores de este horror: -…”quizá él es mejor que el tipo de gente a la que se supone que estamos apoyando, porque ni siquiera sabemos a quién estamos respaldando. No tenemos idea”. Una opinión que ya asumen políticos de otras naciones occidentales y del medio oriente que temen que Al Assad pueda ser reemplazado por alguien peor.
Lo ocurrido con grupos rebeldes entrenados por Norteamérica deja abierta muchas interrogantes. La principal cuestiona la entrega de armas sofisticadas a grupos que mañana pueden esgrimirlas contra quienes se las proporcionaron. En este punto Donald Trump incluso pondera la actuación del líder ruso Vladimir Putin quien parece haber ganado el pulso de fuerza con sus contrapartes europeas y norteamericana para llevar a su patio el liderazgo en esta guerra absurda.
La entrada directa de la aviación rusa así como la posibilidad de que efectivos militares iraníes intervengan en el conflicto sirio sube el tono explosivo de una situación que parece irse de control. Ocurre esto en medio de una ola de refugiados que continúa asediando todas las fronteras europeas y que parece imposible de parar. Por ello no son extrañas las recientes declaraciones de la Canciller Ángela Merkel sobre la necesidad de que Occidente y Estados Unidos trabajen de una vez con Rusia para la salida de esta situación. Una dirección a la apuntan ya desde Australia y Jordania.
Aunque algunos críticos de Putin señalan su peligrosa predisposición a recuperar terrenos perdidos con la disolución de la URSS, cabe recordar su actuación ante la crisis egipcia cuando el mariscal Abdelfattá al Sisi sacó del poder por un golpe militar a Mohamed Morsi, democráticamente electo presidente por el partido de los Hermanos Musulmanes, una organización radical posteriormente incluida en el listado de organizaciones terroristas. Cuando la duda democrática llevó a Occidente a aislar al régimen de facto que puso tras las rejas a los radicales y al propio Morsi, Rusia no solo reconoció a los golpistas sino que les brindó toda la ayuda militar que en un principio había sido bloqueada por los antiguos aliados que se jugaban mucho más que la estabilidad interna en Egipto y el respeto a los resultados de unas elecciones fruto de la revolución primaveral en el Cairo.
Siria, a pesar de estar bajo el mando de un gobierno tiránico, ser afín a Moscú e Irán y enemigo de Israel, no significaba una amenaza letal para el mundo ni para su vecino hebreo más allá de alguna escaramuza y los discursos altisonantes anti sionistas. Antes del estallido del conflicto el estado funcionaba como lo que ahora se pide sea el nuevo país que surja tras la salida de Assad: moderno, unificado y secular. Pero lo que se vislumbra en realidad para el futuro sirio es una imagen muy alejada de todo aquello que se pretende sea la nueva estructura surgida mediante una transición que no parece tener otra salida que la violenta.
Por estos días desde Arabia Saudita, al que señala de aliado incondicional de Estados Unidos, han salido voces que no deben desoírse. Se trata de influyentes clérigos de esa nación quienes acusan a Estados Unidos y a Occidente de no suministrar armamento antiaéreo a los insurgentes que combaten al régimen de Damasco, así como de obstaculizar la creación de “zonas seguras” en territorio sirio para garantizar seguridad a los combatientes que ellos apoyan. El alegato condenatorio se extiende a los rusos de quienes los ulemas afirman son "los más fanáticos de la cruz (el cristianismo)" y que "los líderes de sus iglesias proclaman una guerra santa cruzada (contra el islam)". Es llamativo que el papel de Rusia sea apreciado por los clérigos sauditas como una defensa a ultranza de los valores que identifican al mundo occidental, el cristianismo en primer lugar.
En este contexto no debe sorprender que el premio Nobel de la Paz haya recaído sobre cuatro tunecinos gestores del proceso que dio como resultado la reciente salida política en la nación donde se inició la Primavera Árabe. Un premio que además de reconocer el incuestionable valor del diálogo, pone en el punto de mira este ejemplo para futuras soluciones a los conflictos que asolan una región explosiva en la que Occidente debe evaluar cual ha de ser la posición correcta. Si dejar definitivamente en manos árabes la salida de una situación que lleva cuatro años sin resolverse y que lejos de ello se torna más convulsa y comprometida, o si el mundo occidental debe abandonar de una vez su papel de tutor democrático en lugares donde la democracia no acopla con la realidad cultural de sociedades que comparten otros valores.
Túnez, donde a pesar de las dificultades el movimiento logró sobrevivir quizás por las características de una tradición política más cercana a la de sus vecinos europeos, enfrenta un panorama inestable tras los atentados perpetrados por islamistas radicales contra objetivos turísticos, fuente vital para la economía de esa nación. No pocas personas del país norafricano expresan su frustración y temores ante el empuje del salafismo integrista que busca imponerse. Los problemas de seguridad, el riesgo de que las mujeres pierdan sus libertades y la carestía de vida hacen decir a no pocos que desde la revolución “todo ha ido a peor”. No han sido las cosas mejores para Yemen tras la salida de Alí Abdalá Salé o en Libia dividida entre bandos enfrentados en un territorio que se ha hecho fértil para el terrorismo y el tráfico humano hacia Europa.
Tomando como escusas las opiniones del polémico Donald Trump sobre el tema, queda asumir la tentación de ser políticamente incorrecto al contrastar algunos de sus postulados. Trump encaramado en una polémica campaña por la candidatura republicana a la presidencia norteamericana proclama el error que significó sacar del poder a los Gadafi y Husein, dictadores crueles que tenían en un puño la situación de su entorno y cuya salida dejó expedito el camino a fuerzas que hoy amenazan la paz internacional. En sus comentarios Trump sugiere su preferencia por el sirio Assad a otras opciones, comparando a los actores de este horror: -…”quizá él es mejor que el tipo de gente a la que se supone que estamos apoyando, porque ni siquiera sabemos a quién estamos respaldando. No tenemos idea”. Una opinión que ya asumen políticos de otras naciones occidentales y del medio oriente que temen que Al Assad pueda ser reemplazado por alguien peor.
Lo ocurrido con grupos rebeldes entrenados por Norteamérica deja abierta muchas interrogantes. La principal cuestiona la entrega de armas sofisticadas a grupos que mañana pueden esgrimirlas contra quienes se las proporcionaron. En este punto Donald Trump incluso pondera la actuación del líder ruso Vladimir Putin quien parece haber ganado el pulso de fuerza con sus contrapartes europeas y norteamericana para llevar a su patio el liderazgo en esta guerra absurda.
La entrada directa de la aviación rusa así como la posibilidad de que efectivos militares iraníes intervengan en el conflicto sirio sube el tono explosivo de una situación que parece irse de control. Ocurre esto en medio de una ola de refugiados que continúa asediando todas las fronteras europeas y que parece imposible de parar. Por ello no son extrañas las recientes declaraciones de la Canciller Ángela Merkel sobre la necesidad de que Occidente y Estados Unidos trabajen de una vez con Rusia para la salida de esta situación. Una dirección a la apuntan ya desde Australia y Jordania.
Aunque algunos críticos de Putin señalan su peligrosa predisposición a recuperar terrenos perdidos con la disolución de la URSS, cabe recordar su actuación ante la crisis egipcia cuando el mariscal Abdelfattá al Sisi sacó del poder por un golpe militar a Mohamed Morsi, democráticamente electo presidente por el partido de los Hermanos Musulmanes, una organización radical posteriormente incluida en el listado de organizaciones terroristas. Cuando la duda democrática llevó a Occidente a aislar al régimen de facto que puso tras las rejas a los radicales y al propio Morsi, Rusia no solo reconoció a los golpistas sino que les brindó toda la ayuda militar que en un principio había sido bloqueada por los antiguos aliados que se jugaban mucho más que la estabilidad interna en Egipto y el respeto a los resultados de unas elecciones fruto de la revolución primaveral en el Cairo.
Siria, a pesar de estar bajo el mando de un gobierno tiránico, ser afín a Moscú e Irán y enemigo de Israel, no significaba una amenaza letal para el mundo ni para su vecino hebreo más allá de alguna escaramuza y los discursos altisonantes anti sionistas. Antes del estallido del conflicto el estado funcionaba como lo que ahora se pide sea el nuevo país que surja tras la salida de Assad: moderno, unificado y secular. Pero lo que se vislumbra en realidad para el futuro sirio es una imagen muy alejada de todo aquello que se pretende sea la nueva estructura surgida mediante una transición que no parece tener otra salida que la violenta.
Por estos días desde Arabia Saudita, al que señala de aliado incondicional de Estados Unidos, han salido voces que no deben desoírse. Se trata de influyentes clérigos de esa nación quienes acusan a Estados Unidos y a Occidente de no suministrar armamento antiaéreo a los insurgentes que combaten al régimen de Damasco, así como de obstaculizar la creación de “zonas seguras” en territorio sirio para garantizar seguridad a los combatientes que ellos apoyan. El alegato condenatorio se extiende a los rusos de quienes los ulemas afirman son "los más fanáticos de la cruz (el cristianismo)" y que "los líderes de sus iglesias proclaman una guerra santa cruzada (contra el islam)". Es llamativo que el papel de Rusia sea apreciado por los clérigos sauditas como una defensa a ultranza de los valores que identifican al mundo occidental, el cristianismo en primer lugar.
En este contexto no debe sorprender que el premio Nobel de la Paz haya recaído sobre cuatro tunecinos gestores del proceso que dio como resultado la reciente salida política en la nación donde se inició la Primavera Árabe. Un premio que además de reconocer el incuestionable valor del diálogo, pone en el punto de mira este ejemplo para futuras soluciones a los conflictos que asolan una región explosiva en la que Occidente debe evaluar cual ha de ser la posición correcta. Si dejar definitivamente en manos árabes la salida de una situación que lleva cuatro años sin resolverse y que lejos de ello se torna más convulsa y comprometida, o si el mundo occidental debe abandonar de una vez su papel de tutor democrático en lugares donde la democracia no acopla con la realidad cultural de sociedades que comparten otros valores.
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