Relativismo y Democracia
- Gerardo E. Martínez-Solanas
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Relativismo y Democracia
18 Jan 2012 21:08
¿Podemos equiparar la Democracia con la búsqueda de la Verdad? ¿O la vamos a limitar a la suma de opiniones que con la fuerza de la mayoría imponen decisiones y políticas que se ajustan a las “verdades” particulares de un sector de la población?
Solemos escuchar con demasiada frecuencia el argumento de que todo es relativo y que, en definitiva, cada uno tiene su verdad. En otras palabras, que no hay principios ni verdades absolutas. A esto llamamos relativismo y quienes lo defienden suelen despreciar la capacidad intelectual de quienes aspiran a contar con bases fundamentales y principios absolutos en el ordenamiento de las cosas. El relativista califica de fundamentalista al que no se ajusta a sus ideas y de intransigente y antidemocrático al que pretende identificar principios, deberes y derechos que son inalienables y no pueden someterse a decisiones mayoritarias. Es curiosa esta intrínseca contradicción del relativismo, porque si cada uno tiene su verdad y la democracia decidiera legítimamente por medio de mayorías basadas en la suma de esas verdades particulares, una mayoría de fundamentalistas podría imponer, por ejemplo, una dictadura religiosa o teocracia, y nadie podría condenar el desafuero. En esencia, si “mi verdad” es fundamentalista y sumo suficientes voluntades de otros que piensan como yo, podríamos imponer la decisión mayoritaria de enseñar mi religión en las escuelas públicas, por ejemplo. Este tipo de dictadura teocrática es la que se da en Irán y en otras partes, disfrazada de una aparente democracia parlamentaria.
El problema es que el relativismo apaña fenómenos como el de Irán con el argumento de que se trata de una visión cultural o política que es tan legítima como cualquier otra. Simplemente, es su verdad. No comprenden la profunda diferencia entre los conceptos de principio o de verdad con los de opinión o punto de vista.
No comprenden tampoco las demoledoras consecuencias de esa prédica, hasta el punto de que una mayoría “democrática” pudiera imponer su verdad anulando determinados derechos humanos de la legislación de un país por un simple procedimiento parlamentario o plebiscitario. Es la consecuencia que hemos comenzado a presenciar en diversos países latinoamericanos en los que un líder populista se dedica a conculcar garantías y derechos con el recurso de cambiar la Constitución para dictar leyes que se ajusten a sus intenciones.
El relativismo arremete inicialmente contra el dogmatismo religioso, pero no se detiene ahí, sino que se dedica a demoler también los principios éticos y los criterios morales que han dado base a nuestra civilización. El acuerdo a nivel político se hace cada vez más difícil porque la sociedad relativista en su conjunto rechaza verdades objetivas y válidas que sean obligatorias para todos. No reconoce patrones estables ni normas éticas que no puedan ser anuladas por decreto o por decisiones mayoritarias.
Se trata de un verdadero cáncer fatal que carcome nuestra civilización. El método científico, que por la misma naturaleza del estudio y la investigación llega a conclusiones que tienen un carácter relativo, porque no pasan de ser hipótesis o porque la comprobación de la tesis ha quedado desvirtuada por las limitaciones de nuestros sentidos o por las deficiencias de los instrumentos utilizados, no puede aplicarse a los principios ni a la ética, que requieren métodos intuitivos de sentido común. Sobre todo en el ámbito de la moral, en el que la negación de poder llegar a conocer valores y bienes objetivos y actuar en consecuencia justifica la permisividad del relativismo, porque niega que un comportamiento determinado sea malo para todos o que otro sea siempre bueno y pretende demostrar que “malo” o “bueno” depende de la cultura, el nivel de educación, la orientación política o los antecedentes particulares de cada persona.
La consecuencia más notable de todo esto es la falta de respeto cada vez más generalizada por los derechos de los demás. La otra consecuencia es la polarización de la sociedad, que deja de ser un esfuerzo de colaboración para convertirse en una refriega de adversarios convertidos en enemigos. Frente al relativismo se entronizan los fundamentalistas, quienes no se limitan a exponer la Verdad y a defender los derechos y libertades que se basan en ella, sino que tratan de imponer una regimentación particular que no se basa en los principios subyacentes de esa Verdad y la capacidad de invocarlos con persuasión sino en su aplicación por la fuerza.
Ambas posiciones son extremistas y nocivas. Y el fundamentalista es también, sin darse cuenta, un relativista. Porque la Verdad y los principios universales dejan de ser para él intuitivos y racionales para convertirlos en su verdad y su dogma. No adopta un proceso de persuasión, de colaboración, de fraternal búsqueda del bien común, sino de pura imposición. Este es el resultado de que alguien crea en su verdad y no en una Verdad universal, y de que haya relativistas que estiman que tienen derecho a su verdad y que, por tanto, no hacen nada malo cuando tratan de imponerla, porque es producto legítimo de su cultura y sus creencias.
El relativista confunde la opinión y el punto de vista con la verdad. Y lo que puede ser una actitud o una hipótesis en la búsqueda de la Verdad, lo toma como su verdad legítima, aunque este “derecho” a promover su verdad se aplique a temas que el individuo desconoce en su casi totalidad y no sea el resultado de un estudio y una búsqueda discreta y objetiva ni de un esfuerzo de entendimiento y cooperación.
Por eso el relativismo es un cáncer fatal de la sociedad moderna que carcome sus fundamentos y agrede su estabilidad, porque sus partidarios, los académicos que lo promueven, dejan de ser maestros en un proceso de formación para convertirse en simples orientadores de opinión que inculcan que la idea de cada uno es válida para todos y que la democracia consiste en imponer las decisiones de las mayorías sin consideración alguna por despreciados principios universales, simplemente porque éstos no existen puesto que todo es relativo.
Libros tan divulgados como “La Decadencia de Occidente”, de Oswald Spengler, proclaman que cada cultura, sea la china, hindú, egipcia, judeocristiana, musulmana, etc., realiza legítimamente su propia valoración de las cosas, tiene su modo de comprender la realidad y puede, por lo tanto, optar por un estado de derecho diferente al de las otras culturas que es irreductible ante cualquiera de ellas. Se enseña también el relativismo sociológico que impulsó Émile Durkheim al promulgar que «el grupo social presiona de modo irresistible e inconsciente sobre sus miembros, imponiéndoles normas de conducta y criterios de valoración». En otras palabras, que el mundo ideológico del individuo debe ser el reflejo de la sociedad en que vive, independientemente de sus derechos inalienables y libertades fundamentales. Sencillamente porque esos derechos y libertades deben ser producto de la sociedad en que se ha criado.
El resultado de todo esto es el relativismo político, que hace depender de los votos mayoritarios o de los pactos partidistas la verdad y legitimidad de los compromisos contraídos en función de la conservación de sus puestos por dirigentes, legisladores y funcionarios. Sus peores consecuencias se perciben cuando es demasiado tarde para remediarlo porque la nación ha sufrido ya el descalabro de su libertad en aras de decisiones que no reconocen principios ni verdades fundamentales. Esto se debe a que la promoción del propio yo llega a entenderse en términos de autonomía absoluta, que desemboca en la negación del otro y en considerarlo como un “enemigo” del cual hay que defenderse. Desaparece en el relativismo político toda referencia a valores comunes y a una Verdad reconocible por todos; la vida social se adentra así en la amorfa vastedad del relativismo absoluto, en el que todo es negociable, todo puede reducirse a las dimensiones de un pacto, incluso en lo tocante al primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
La sociedad que rechace la realidad de una Verdad absoluta de la cual emanan los principios y los derechos está condenada a evolucionar hacia la tiranía ejercida por un sector que puede ser inicialmente mayoritario, pero acaba por entronizar a una élite de poder empeñada en imponer su verdad y a justificarla como un fenómeno autóctono. Enrique Zamora Castro señaló en Catholic.net (“Democracia y relativismo ético”) que: «La democracia, mal entendida, es uno de los instrumentos del relativismo. En este sistema la “verdad” se construye con la decisión de las mayorías». Y destacó el peligro de concebir la democracia sin una base de principios universales inalienables, convertida en un instrumento del relativismo, que se limita a establecer las formas y mecanismos de decidir y elegir, de modo que «se puedan “democratizar” los vicios, imponer leyes absurdas; absolver culpables y condenar inocentes. No habrá problema alguno si se siguieron las formalidades y si las mayorías así lo aceptan.»
Es importante que no aceptemos el concepto de las verdades relativas. Todos tenemos derecho a opinar y a someter nuestras opiniones a debate, pero no a pretender que nuestros puntos de vista son nuestra verdad particular. La Verdad, para serlo, tiene que ser objetiva en la adecuación de nuestro entendimiento con la realidad y las cosas. Si un planteamiento determinado se basa en una verdad objetiva, debe ser válida para todos los seres inteligentes. De lo contrario, no se trata de la Verdad sino de una opinión, una apreciación o un punto de vista, y por lo tanto, no puede ser la base de principio alguno.
Si hacemos un profundo examen de conciencia llegaremos a la conclusión de que la Verdad como algo objetivo y universal es una certeza de sentido común porque se basa en la realidad, que no puede ser relativa, porque es. La Verdad es invariable y superior a cualquier opinión humana. Existe independientemente de nuestros puntos de vista. Simplemente, es.
Solemos escuchar con demasiada frecuencia el argumento de que todo es relativo y que, en definitiva, cada uno tiene su verdad. En otras palabras, que no hay principios ni verdades absolutas. A esto llamamos relativismo y quienes lo defienden suelen despreciar la capacidad intelectual de quienes aspiran a contar con bases fundamentales y principios absolutos en el ordenamiento de las cosas. El relativista califica de fundamentalista al que no se ajusta a sus ideas y de intransigente y antidemocrático al que pretende identificar principios, deberes y derechos que son inalienables y no pueden someterse a decisiones mayoritarias. Es curiosa esta intrínseca contradicción del relativismo, porque si cada uno tiene su verdad y la democracia decidiera legítimamente por medio de mayorías basadas en la suma de esas verdades particulares, una mayoría de fundamentalistas podría imponer, por ejemplo, una dictadura religiosa o teocracia, y nadie podría condenar el desafuero. En esencia, si “mi verdad” es fundamentalista y sumo suficientes voluntades de otros que piensan como yo, podríamos imponer la decisión mayoritaria de enseñar mi religión en las escuelas públicas, por ejemplo. Este tipo de dictadura teocrática es la que se da en Irán y en otras partes, disfrazada de una aparente democracia parlamentaria.
El problema es que el relativismo apaña fenómenos como el de Irán con el argumento de que se trata de una visión cultural o política que es tan legítima como cualquier otra. Simplemente, es su verdad. No comprenden la profunda diferencia entre los conceptos de principio o de verdad con los de opinión o punto de vista.
No comprenden tampoco las demoledoras consecuencias de esa prédica, hasta el punto de que una mayoría “democrática” pudiera imponer su verdad anulando determinados derechos humanos de la legislación de un país por un simple procedimiento parlamentario o plebiscitario. Es la consecuencia que hemos comenzado a presenciar en diversos países latinoamericanos en los que un líder populista se dedica a conculcar garantías y derechos con el recurso de cambiar la Constitución para dictar leyes que se ajusten a sus intenciones.
El relativismo arremete inicialmente contra el dogmatismo religioso, pero no se detiene ahí, sino que se dedica a demoler también los principios éticos y los criterios morales que han dado base a nuestra civilización. El acuerdo a nivel político se hace cada vez más difícil porque la sociedad relativista en su conjunto rechaza verdades objetivas y válidas que sean obligatorias para todos. No reconoce patrones estables ni normas éticas que no puedan ser anuladas por decreto o por decisiones mayoritarias.
Se trata de un verdadero cáncer fatal que carcome nuestra civilización. El método científico, que por la misma naturaleza del estudio y la investigación llega a conclusiones que tienen un carácter relativo, porque no pasan de ser hipótesis o porque la comprobación de la tesis ha quedado desvirtuada por las limitaciones de nuestros sentidos o por las deficiencias de los instrumentos utilizados, no puede aplicarse a los principios ni a la ética, que requieren métodos intuitivos de sentido común. Sobre todo en el ámbito de la moral, en el que la negación de poder llegar a conocer valores y bienes objetivos y actuar en consecuencia justifica la permisividad del relativismo, porque niega que un comportamiento determinado sea malo para todos o que otro sea siempre bueno y pretende demostrar que “malo” o “bueno” depende de la cultura, el nivel de educación, la orientación política o los antecedentes particulares de cada persona.
La consecuencia más notable de todo esto es la falta de respeto cada vez más generalizada por los derechos de los demás. La otra consecuencia es la polarización de la sociedad, que deja de ser un esfuerzo de colaboración para convertirse en una refriega de adversarios convertidos en enemigos. Frente al relativismo se entronizan los fundamentalistas, quienes no se limitan a exponer la Verdad y a defender los derechos y libertades que se basan en ella, sino que tratan de imponer una regimentación particular que no se basa en los principios subyacentes de esa Verdad y la capacidad de invocarlos con persuasión sino en su aplicación por la fuerza.
Ambas posiciones son extremistas y nocivas. Y el fundamentalista es también, sin darse cuenta, un relativista. Porque la Verdad y los principios universales dejan de ser para él intuitivos y racionales para convertirlos en su verdad y su dogma. No adopta un proceso de persuasión, de colaboración, de fraternal búsqueda del bien común, sino de pura imposición. Este es el resultado de que alguien crea en su verdad y no en una Verdad universal, y de que haya relativistas que estiman que tienen derecho a su verdad y que, por tanto, no hacen nada malo cuando tratan de imponerla, porque es producto legítimo de su cultura y sus creencias.
El relativista confunde la opinión y el punto de vista con la verdad. Y lo que puede ser una actitud o una hipótesis en la búsqueda de la Verdad, lo toma como su verdad legítima, aunque este “derecho” a promover su verdad se aplique a temas que el individuo desconoce en su casi totalidad y no sea el resultado de un estudio y una búsqueda discreta y objetiva ni de un esfuerzo de entendimiento y cooperación.
Por eso el relativismo es un cáncer fatal de la sociedad moderna que carcome sus fundamentos y agrede su estabilidad, porque sus partidarios, los académicos que lo promueven, dejan de ser maestros en un proceso de formación para convertirse en simples orientadores de opinión que inculcan que la idea de cada uno es válida para todos y que la democracia consiste en imponer las decisiones de las mayorías sin consideración alguna por despreciados principios universales, simplemente porque éstos no existen puesto que todo es relativo.
Libros tan divulgados como “La Decadencia de Occidente”, de Oswald Spengler, proclaman que cada cultura, sea la china, hindú, egipcia, judeocristiana, musulmana, etc., realiza legítimamente su propia valoración de las cosas, tiene su modo de comprender la realidad y puede, por lo tanto, optar por un estado de derecho diferente al de las otras culturas que es irreductible ante cualquiera de ellas. Se enseña también el relativismo sociológico que impulsó Émile Durkheim al promulgar que «el grupo social presiona de modo irresistible e inconsciente sobre sus miembros, imponiéndoles normas de conducta y criterios de valoración». En otras palabras, que el mundo ideológico del individuo debe ser el reflejo de la sociedad en que vive, independientemente de sus derechos inalienables y libertades fundamentales. Sencillamente porque esos derechos y libertades deben ser producto de la sociedad en que se ha criado.
El resultado de todo esto es el relativismo político, que hace depender de los votos mayoritarios o de los pactos partidistas la verdad y legitimidad de los compromisos contraídos en función de la conservación de sus puestos por dirigentes, legisladores y funcionarios. Sus peores consecuencias se perciben cuando es demasiado tarde para remediarlo porque la nación ha sufrido ya el descalabro de su libertad en aras de decisiones que no reconocen principios ni verdades fundamentales. Esto se debe a que la promoción del propio yo llega a entenderse en términos de autonomía absoluta, que desemboca en la negación del otro y en considerarlo como un “enemigo” del cual hay que defenderse. Desaparece en el relativismo político toda referencia a valores comunes y a una Verdad reconocible por todos; la vida social se adentra así en la amorfa vastedad del relativismo absoluto, en el que todo es negociable, todo puede reducirse a las dimensiones de un pacto, incluso en lo tocante al primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
La sociedad que rechace la realidad de una Verdad absoluta de la cual emanan los principios y los derechos está condenada a evolucionar hacia la tiranía ejercida por un sector que puede ser inicialmente mayoritario, pero acaba por entronizar a una élite de poder empeñada en imponer su verdad y a justificarla como un fenómeno autóctono. Enrique Zamora Castro señaló en Catholic.net (“Democracia y relativismo ético”) que: «La democracia, mal entendida, es uno de los instrumentos del relativismo. En este sistema la “verdad” se construye con la decisión de las mayorías». Y destacó el peligro de concebir la democracia sin una base de principios universales inalienables, convertida en un instrumento del relativismo, que se limita a establecer las formas y mecanismos de decidir y elegir, de modo que «se puedan “democratizar” los vicios, imponer leyes absurdas; absolver culpables y condenar inocentes. No habrá problema alguno si se siguieron las formalidades y si las mayorías así lo aceptan.»
Es importante que no aceptemos el concepto de las verdades relativas. Todos tenemos derecho a opinar y a someter nuestras opiniones a debate, pero no a pretender que nuestros puntos de vista son nuestra verdad particular. La Verdad, para serlo, tiene que ser objetiva en la adecuación de nuestro entendimiento con la realidad y las cosas. Si un planteamiento determinado se basa en una verdad objetiva, debe ser válida para todos los seres inteligentes. De lo contrario, no se trata de la Verdad sino de una opinión, una apreciación o un punto de vista, y por lo tanto, no puede ser la base de principio alguno.
Si hacemos un profundo examen de conciencia llegaremos a la conclusión de que la Verdad como algo objetivo y universal es una certeza de sentido común porque se basa en la realidad, que no puede ser relativa, porque es. La Verdad es invariable y superior a cualquier opinión humana. Existe independientemente de nuestros puntos de vista. Simplemente, es.
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