Hannah Arendt (1906-1975) fue una filósofa alemana de origen judío que se vio obligada a huir de los nazis en 1940 para establecerse en Nueva York. Entre 1924 y 1929 cursó estudios de filosofía y teología, primero en Marburgo y en Friburgo y, finalmente, en Heidelberg. Sus esfuerzos se orientaron a rescatar la democracia deliberativa como sustento del ser, rechazando cualquier forma de totalitarismo que interfiera con la libertad. Conoció en Marburgo al que sería su marido, Günther Stern, que posteriormente se cambió el apellido por Anders. Era también filósofo, de origen polaco.
'Por qué debemos leer a Hannah Arendt ahora'.– Anne Applebaum
Cuando Los orígenes del Totalitarismo se publicó por primera vez, el pesimismo de Arendt parecía exagerado para aquel momento de prosperidad. Setenta años más tarde, sus preocupaciones han cobrado una inquietante vigencia.
June 18 (Letras Libres / The Atlantic).– Gran parte de lo que imaginamos que es nuevo es viejo; muchas de las enfermedades aparentemente nuevas que afligen a las sociedades modernas son cánceres que resurgen, diagnosticados y descritos hace mucho. Ha habido autócratas antes; han utilizado antes la violencia de masas; han violado las leyes antes. En 1950, en el prefacio que escribió a la primera edición de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt, consciente de que lo que acababa de pasar podía repetirse, describió la media década escasa que había transcurrido desde el final de la Segunda Guerra Mundial como una era de gran inquietud: “Jamás ha sido tan imprevisible nuestro futuro, jamás ha dependido tanto de las fuerzas políticas, fuerzas que parecen pura insania y en las que no puede confiarse si uno se atiene al sentido común y el propio interés.”
El nacionalismo tóxico y el racismo abierto de la Alemania nazi, que solo había sido derrotada recientemente; los ataques continuados y cínicos de la Unión Soviética a los valores liberales y a lo que llamaba “democracia burguesa”; la división del mundo en campos de guerra; el gran influjo de refugiados; el ascenso de nuevos medios de difusión capaces de extender desinformación y propaganda a una escala masiva; el surgimiento de una mayoría apática, desprovista de interés, fácilmente aplacada con trivialidades y mentiras evidentes; y sobre todo el fenómeno del totalitarismo, que ella describía como “una forma de gobierno totalmente nueva”: todas esas cosas llevaban a Arendt a creer que una era más oscura estaba a punto de empezar.
Estaba equivocada, al menos parcialmente. Aunque buena parte del mundo permanecería, durante el resto del siglo XX, sometida a dictaduras violentas y agresivas, en 1950 Norteamérica y Europa occidental se encontraban al comienzo de una era de crecimiento y prosperidad que las llevaría a nuevas cumbres de riqueza y poder. Los franceses recordarían esa era como les trente glorieuses; los italianos hablarían del boom economico, los alemanes del Wirtschaftswunder.
En la misma era, la democracia liberal, un sistema político que había fracasado espectacularmente en la Europa de los años treinta, finalmente floreció. También lo hizo la integración internacional. El Consejo de Europa, la OTAN, lo que acabaría convirtiéndose en la Unión Europea: todas estas instituciones no solo apoyaban las democracias liberales sino que las unían de forma más estrecha que nunca. El resultado no era en modo alguno una utopía –en los años setenta, el crecimiento se había ralentizado, el desempleo y la inflación estaban por las nubes–, sin embargo parecía, al menos a aquellos que vivían dentro de la segura burbuja de Occidente, que las fuerzas de lo que Arendt había llamado “pura insania” estaban bajo control.
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