Vivir en libertad

No hay otro lugar como Miami

En el viaje en avión de Panamá a los Estados Unidos, hicimos una pequeña escala en Nicaragua. Sin embargo, no se nos permitió bajarnos. Yo vi por la ventana y le pregunté a mi madre “¿Por qué hay hombres con pistolas afuera?” Ese fue el primer recuerdo que tuve de Nicaragua, donde nací. Era 14 de febrero de 1985, y yo era una precoz niña de 5 años. Sólo había escuchado historias cuando mis padres hablaban con amigos acerca de los eventos que los obligaron a salir del país. Yo sabía de manera muy vaga que la razón por la que estábamos viviendo en Panamá eran los Sandinistas. Era por su causa que mis padres se habían visto obligados a comenzar de nuevo en un país distinto.

Mi madre nunca quiso venir a los Estados Unidos porque quería continuar ejerciendo su profesión como profesora, lo cual podía hacer en Panamá. Además, aunque mi padre sabía leer y escribir en inglés, él veía los Estados Unidos como un lugar donde tendría que limpiar inodoros, y habiendo sido el gerente de crédito de un banco en Nicaragua, temblaba de pensar en esa posibilidad. Mis padres habían trabajado muy duro y habían superado muchos obstáculos para convertirse en profesionales en su país. Querían algo más para sus hijos, y esa fue la principal motivación para dejar atrás todo lo que conocían.

Bajo el régimen Sandinista, los varones serían obligados a ser parte del servicio militar para defender la “Revolución”, encabezada por Daniel Ortega, de los contrarrevolucionarios conocidos como “La Contra”. Mis padres tuvieron dos varones antes de mí y se rehusaban a permitir que sus niños fueran usados como peones para algo que ellos no apoyaban. Así que nos fuimos a otro país, sin familia y sin parientes pero mis hermanos y yo tuvimos la oportunidad de tener un futuro.

La vida, sin embargo, siempre guarda cosas inesperadas y mi hermano Lodwin se enfermó. Mis padres lo llevaron a varios doctores y estos no pudieron determinar qué tenía. Lo llevaron de un especialista a otro y ninguno podía encontrar una respuesta clara. Luego de varios intentos para paliar los síntomas, los doctores finalmente llegaron a la conclusión de que mi hermano tenía leucemia linfoblástica aguda, que se esparció a su sistema nervioso y atacó su visión. Mi hermano mayor, que aquel momento tenía 12 años, perdió la visión casi por completo, en cuestión de un año. El cáncer estaba atacando su cuerpo y la única solución que mi madre veía era traerlo a Florida para ver qué podían hacer por él los doctores de aquí.

Mi madre estaba terminando su doctorado en educación en la Universidad de Panamá y se suponía que sólo estaríamos en Miami temporalmente. Mi padre y su hermano mayor, Richard, se quedaron pues tenían que continuar con sus vidas en Panamá. Después de todo, íbamos a regresar una vez que mi hermano mejorara. Cuando pasamos por aduana, yo tenía cinco muñecas. Mi hermano estaba en una silla de ruedas, llevaba espejuelos oscuros y sus labios estaban resecos y agrietados; parecía un esqueleto. Mi madre era fuerte y decidida; ella sabía que lo que su niño necesitaba y lo iba a conseguir aquí.

Llegamos a quedarnos en el apartamento tipo estudio de mi tío en Biscayne y la avenida 29th de Miami. Mi mamá durmió en una silla y mi hermano y yo dormimos en el sofá. Mis dos tíos durmieron en el piso. Afortunadamente, los doctores y enfermeras de la unidad de cáncer de Miami-Jackson Children’s Hospital le devolvieron la vida a mi hermano. El pasó por quimioterapia y por otra serie de procedimientos. Eventualmente entró en remisión y aunque había perdido la vista, fue uno de los mejores estudiantes en la secundaria.

Nunca regresamos a Panamá. En vez de eso, mi padre y mi hermano mayor vinieron a Florida y todos nos convertimos en estadounidenses. Dejamos atrás todo lo que conocíamos. Mis padres pudieron trabajar y crecer en diferentes disciplinas, y les pudieron dar un mejor futuro a sus hijos.

Este país le dio a mi hermano ocho años adicionales de vida. El llenó la casa de chistes, arte y nunca se quejó. Mi identidad gira en torno a ser estadounidense. Este país significa la vida para mí. Me devolvió a mi hermano y me ha dado una vida que no habría tenido en Nicaragua ni tampoco en Panamá, si al caso vamos. He sido sumergida en esta cultura y me siento como un turista cuando regreso al lugar donde nací.

Vivir aquí me ha dado la oportunidad de graduarme de la Universidad Internacional de Florida en Administración de Empresas, y luego tuve la oportunidad de cambiar de carrera. Aquí, mi afiliación política no determina los trabajos o ascensos que obtendré. Mi opinión del presidente Obama no determina mi futuro. Mis hijos nunca serán juzgados por mis decisiones y podrán decidir su propio futuro.

Hoy día, tengo una Maestría y enseño a jóvenes que son muy similares a mí. Este crisol llamado Miami nos expone a la colada y a las empanadas y a diferentes maneras de decir las cosas en creole, español y portugués. He conocido gente que ha venido desde Haití, Argentina y Iowa – todas en la misma ocasión. Mis estudiantes son el reflejo de esa diversidad y de esa misma esperanza de futuro. Tienen sus propias historias de inmigración y están aquí porque sus padres quieren un futuro para ellos que no pueden darles en sus países de origen. No hay otro lugar como Miami en el mundo. Los Estados Unidos son una luz de esperanza cuando tenemos que atravesar caminos tan oscuros. Yo les recuerdo eso a mis estudiantes todos los días cuando saludamos la bandera y le prometemos lealtad.

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