La 'Casa Blanca' de Trump
- Rosa Townsend
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La 'Casa Blanca' de Trump
12 Nov 2016 16:57
Si la victoria de Donald Trump fuera solamente producto de la banal “sociedad del espectáculo” en que vivimos sería muy triste, desde luego, pero no un peligro para la convivencia nacional e internacional. Lo verdaderamente pernicioso es la corriente subterránea de xenofobia y racismo que ha destapado, sobre todo entre la clase trabajadora blanca a la que le debe la presidencia. Su elección representa la exaltación del nacionalismo blanco frente a la diversidad demográfica (que incluye en primer lugar a los hispanos). El salto hacia un pasado racista y un futuro alarmante.
Los frutos de la retórica divisiva que Trump ha sembrado a lo largo de su campaña están empezando a brotar: carteles en la Universidad de Texas advierten “Ahora que nuestro hombre Trump ha sido elegido es hora de organizarse en escuadrones de vigilancia para arrestar y torturar a los desviados que promueven la basura de la diversidad”. Un vídeo en la escuela de Tecnología de York, Pensilvania, muestra a estudiantes blancos intimidando a los de otras etnias al grito de “white power” (el poder de los blancos). O un vídeo en Royal Oak Middle School de Michigan en el que estudiantes blancos increpaban a los de piel más oscura a la voz de “construya el muro” (en la frontera con México).
Otro de los tantos ejemplos que se suceden estos días sobre el envalentonamiento de las fuerzas racistas fue el mensaje en Twitter de David Duke, supremacista blanco del Ku Klux Klan (KKK): “Esta es una de las noches más fascinantes de mi vida. Que quede claro que nuestra gente [los supremacistas] han jugado un ENORME papel en la elección de Trump”. Y por su parte los Caballeros Blancos del KKK anuncian un “desfile de la victoria de Trump” el 3 de diciembre.
Duke quizá se atribuye un protagonismo exagerado en el triunfo de Trump, aunque no ficticio. Pero el papel principal lo ha jugado el miedo, que el presidente electo y agitador en jefe ha logrado instigar. El temor atávico de la clase blanca trabajadora a que “les roben su país” las nuevas oleadas de inmigrantes, que ellos consideran con menos derechos. Son sobre todo los anglosajones del Rust Belt (Ohio, Michigan, Pensilvania, etc.) que se sienten políticamente huérfanos y económicamente victimizados por la globalización. A los que Hillary Clinton no pudo convencer pero sí creyeron en las recetas mágicas que les vendió Trump.
Sus reivindicaciones son legítimas pero extrañamente han elegido como redentor a alguien que ha contribuido a su miseria: Trump fabrica todos sus productos en China y otros 11 países. No ha pagado impuestos en 20 años y por tanto no ha contribuido un centavo al bienestar colectivo. No ha pagado a decenas de contratistas que trabajaron para él. Es objeto de cientos de demandas por impagos o supuestos fraudes, entre ellas la Universidad Trump. Aun así, 60 de los 320 milones de habitantes de USA le votaron.
Es lo que el gran historiador Fritz Stern y otros han denominado “la irracionalidad popular”, que hace a las masas someterse al “misterioso carisma de los dictadores”. Stern, americano que creció en la Alemania nazi, advirtió antes de su muerte en mayo que estaba “viendo señales de resurgimiento fascista en Estados Unidos”.
Pero el miedo como detonador de instintos racistas sería una explicación incompleta sobre las elecciones más insólitas de la historia reciente. Hay otro factor que ha determinado el resultado: el machismo y/o sexismo. A Hillary no la han votado muchos hombres por puro sexismo. Y muchas mujeres por lo mismo, que es todavía peor. Lo cual demuestra el atraso social de la primera potencia mundial. ¡Incluso Pakistán, un país musulmán, tuvo a una mujer presidenta! Y Tailandia, Indonesia, India, Filipinas… y por supuesto varias presidentas en Latinoamérica.
Para los desmemoriados –en especial quienes voluntariamente han decidido perder la memoria– conviene recordar que el sexismo, racismo, revanchismo y vulgaridad han sido las señas de identidad de Trump. Estos días ha cambiado el tono, ya con el trofeo en el bolsillo, aunque parece iluso creer en la súbita conversión a la decencia y moderación de alguien que ha dejado un rastro de insultos y venganzas a lo largo de sus 70 años.
Si es verdad lo que dijo en su discurso de aceptación de que quiere ser presidente “para todos”, lo primero que debe hacer es denunciar –y frenar– el odio y racismo que están proliferando en su nombre alrededor del país. Será el primer test y el primer indicio de la América que nos espera.
Los frutos de la retórica divisiva que Trump ha sembrado a lo largo de su campaña están empezando a brotar: carteles en la Universidad de Texas advierten “Ahora que nuestro hombre Trump ha sido elegido es hora de organizarse en escuadrones de vigilancia para arrestar y torturar a los desviados que promueven la basura de la diversidad”. Un vídeo en la escuela de Tecnología de York, Pensilvania, muestra a estudiantes blancos intimidando a los de otras etnias al grito de “white power” (el poder de los blancos). O un vídeo en Royal Oak Middle School de Michigan en el que estudiantes blancos increpaban a los de piel más oscura a la voz de “construya el muro” (en la frontera con México).
Otro de los tantos ejemplos que se suceden estos días sobre el envalentonamiento de las fuerzas racistas fue el mensaje en Twitter de David Duke, supremacista blanco del Ku Klux Klan (KKK): “Esta es una de las noches más fascinantes de mi vida. Que quede claro que nuestra gente [los supremacistas] han jugado un ENORME papel en la elección de Trump”. Y por su parte los Caballeros Blancos del KKK anuncian un “desfile de la victoria de Trump” el 3 de diciembre.
Duke quizá se atribuye un protagonismo exagerado en el triunfo de Trump, aunque no ficticio. Pero el papel principal lo ha jugado el miedo, que el presidente electo y agitador en jefe ha logrado instigar. El temor atávico de la clase blanca trabajadora a que “les roben su país” las nuevas oleadas de inmigrantes, que ellos consideran con menos derechos. Son sobre todo los anglosajones del Rust Belt (Ohio, Michigan, Pensilvania, etc.) que se sienten políticamente huérfanos y económicamente victimizados por la globalización. A los que Hillary Clinton no pudo convencer pero sí creyeron en las recetas mágicas que les vendió Trump.
Sus reivindicaciones son legítimas pero extrañamente han elegido como redentor a alguien que ha contribuido a su miseria: Trump fabrica todos sus productos en China y otros 11 países. No ha pagado impuestos en 20 años y por tanto no ha contribuido un centavo al bienestar colectivo. No ha pagado a decenas de contratistas que trabajaron para él. Es objeto de cientos de demandas por impagos o supuestos fraudes, entre ellas la Universidad Trump. Aun así, 60 de los 320 milones de habitantes de USA le votaron.
Es lo que el gran historiador Fritz Stern y otros han denominado “la irracionalidad popular”, que hace a las masas someterse al “misterioso carisma de los dictadores”. Stern, americano que creció en la Alemania nazi, advirtió antes de su muerte en mayo que estaba “viendo señales de resurgimiento fascista en Estados Unidos”.
Pero el miedo como detonador de instintos racistas sería una explicación incompleta sobre las elecciones más insólitas de la historia reciente. Hay otro factor que ha determinado el resultado: el machismo y/o sexismo. A Hillary no la han votado muchos hombres por puro sexismo. Y muchas mujeres por lo mismo, que es todavía peor. Lo cual demuestra el atraso social de la primera potencia mundial. ¡Incluso Pakistán, un país musulmán, tuvo a una mujer presidenta! Y Tailandia, Indonesia, India, Filipinas… y por supuesto varias presidentas en Latinoamérica.
Para los desmemoriados –en especial quienes voluntariamente han decidido perder la memoria– conviene recordar que el sexismo, racismo, revanchismo y vulgaridad han sido las señas de identidad de Trump. Estos días ha cambiado el tono, ya con el trofeo en el bolsillo, aunque parece iluso creer en la súbita conversión a la decencia y moderación de alguien que ha dejado un rastro de insultos y venganzas a lo largo de sus 70 años.
Si es verdad lo que dijo en su discurso de aceptación de que quiere ser presidente “para todos”, lo primero que debe hacer es denunciar –y frenar– el odio y racismo que están proliferando en su nombre alrededor del país. Será el primer test y el primer indicio de la América que nos espera.
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