Hay cosas peores que las armas

  • Miguel Saludes
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Hay cosas peores que las armas

26 Jun 2015 19:44
#8816
La violencia vuelve a dejar un rastro de sangre y luto en Estados Unidos. Esta vez cobró su macabro saldo en la ciudad de Charleston. El nombre hasta ayer desconocido de Dylann Storm Ruff saltó a las primeras planas en todo el mundo. Triste fama alcanzada por un acto de de “pura maldad concentrada”, como describiera el alcalde de la ciudad la masacre desatada por el joven contra los miembros de una comunidad negra cristiana mientras estudiaban la Biblia.

Sin mediar palabras, habiendo sido invitado por sus futuras victimas a participar de la reflexión bíblica, Dylann quitó la vida a un senador estatal que también era ministro de la iglesia, tres pastores, una administradora regional de bibliotecas, un entrenador de secundaria y terapeuta del habla, un orientador de inscripciones universitarias y un reciente graduado universitario.

El presidente Barack Obama describió la tragedia como un nuevo ejemplo del daño que la proliferación de armas inflige a Estados Unidos. Pero detrás del drama desatado por Dylann hay algo más que el simple acto de portar un arma. Las manifestaciones racistas del homicida, quien se había quejado de que “los negros se estaban apoderando del mundo” y que “alguien debía hacer algo por la raza blanca” hablan de un trasfondo que antecede al momento de apretar el gatillo. Este se haya en el entorno social o familiar, donde radica gran parte de la responsabilidad de un acto, consciente o no, que influye y determina el momento del asesinato.

Quizás la mejor explicación la aporta Marcus Stanley, un músico afroamericano que fue también víctima de la violencia en el 2004. Nada más conocerse el nombre del asesino y estando aquel todavía en libertad, Stanley buscó su página de facebook y colocó unas palabras en el muro de Roff esperando que las leyera antes de ser detenido. “Los niños no crecen con odio en sus corazones. En este mundo nacemos sin distinguir colores. En algún momento de la vida te enseñaron a odiar a la gente que no es como tú, y eso es verdaderamente trágico”. Solo así se puede entender el rostro lleno de odio en un joven que apenas ha vivido dos décadas y que nació medio siglo después de aquellos tiempos en que el racismo estaba en pleno debate.

Y esa es la verdadera tragedia. Que este joven llevara en su chaqueta la bandera de Sudáfrica del apartheid, o que hubiese tomado poses con símbolos de la América racista ya superados, quemando la enseña norteamericana o portando una pistola, eran síntomas que debieron al menos inquietar al seno íntimo donde anidaba el mal. Allí pudo tal vez atajarse a tiempo la catástrofe que esos gestos anunciaban. Por desgracia suele ocurrir lo contrario, fomentándose las torceduras.

Hace un tiempo, durante una visita a unos amigos, presencié como la residente de la casa increpaba a un amiguito de su hijo (ambos niños de apenas 9 años) porque aquel llevaba un pullover con la imagen de Obama. La señora, acogida en este país como refugiada bajo alegato de intolerancia política y religiosa en Cuba, decía al pequeño que la imagen del político norteamericano era una representación de Satanás. La escena real mostraba dos caras de una anomalía. Por un lado la de unos mayores que involucran a su hijo vistiéndole con una prenda que expone una preferencia política ajena para el niño. La otra cara de esta historia es aún peor porque expone aquella que demoniza y enseña el odio a mentes inocentes.

En relación con lo anterior otros hechos merecen igual detenimiento. Se trata de las críticas aparecidas en las redes sociales a partir de la ascensión del primer presidente afroamericano a la Casa Blanca. De connotaciones ideológicas y políticas pero con verdadero tufo racista, se ridiculiza el rostro Obama transfigurado en un sanguinario monstruo, con cara de simio. Lo mismo se repite con su esposa. Un hecho que denota no solo un mal gusto de quienes cuelgan esas imágenes. El rechazo a la figura presidencial, aparentemente inocuo uso de la libertad de expresión, puede convertirse en un mal mayor si es captado por quienes viven una edad compleja en la que cualquier gesto puede afectar y crear distorsiones en la personalidad, muy peligrosas y difíciles de reparar si llegan a convertirse en odio visceral.

Y finalmente aunque no parezca tener relación queda un tema siempre polémico pero a mi juicio bastante sensible. Se trata de los videos juegos con un gran carga de violencia y faltos de contenido ético. A pocos meses de estar en este país un padre descubrió que su hijo pasaba sus horas libres jugando una singular aventura. La trama del esparcimiento virtual consistía en que el muchacho debía conducir a un delincuente, prófugo de la justicia, a través de una enmarañada ruta para conseguir su libertad. En el trayecto el prófugo se cruzaba con negros, homeless, gente con aspecto latino, además de policías y militares, que trataban de frustra su huída. A todos los eliminaba de l manera más estrepitosa. Cuando el padre llamó la atención a su hijo sobre aquel desatino el muchacho arguyó que al final la justicia triunfaba porque el malo siempre terminaba reducido a prisión o muerto. Juiciosamente el padre puso al hijo ante un dilema moral: era él quien conducía al criminal por su ruta de escape y quien disparaba a otras personas. La semilla cayó en terreno bueno y el muchacho dejó aquel estúpido e insano juego por otros menos letales e instructivos. ¿Se fijan los padres en los mensajes y posibles consecuencias de ciertos “juegos”?

A partir de este punto surgen otras valoraciones. Así una amiga ponía atención en la manera en que lo ocurrido era enfocado por algunos medios noticiosos norteamericanos haciendo comparación con otros sucesos a nivel internacional que marcan una mayor violencia. La cita proviene del programa 700 Club comes on. Uno de los panelistas en ese programa decía que lo ocurrido en Charleston era realmente malo pero nada comparable con lo que pasa en el Medio Este, donde centenares de cristianos sufren y mueren. Mi amiga se pregunta horrorizada si este hecho debe ser minimizado porque nueve personas muertas resultan un número ridículo como para escandalizarse. Se cuestiona entonces si más que un problema numérico se trata de una valoración sobre el color de la piel, un problema que no acaba de terminar en esta parte del mundo.

El crimen de Charleston evidentemente no es el mayor si se compara con masacres de las que sabemos a diario en lugares remotos. Crímenes barbáricos que se sustentan en el odio racial, étnico, religioso, político, unido en un todo a veces nada fácil de separar. Pero como dije recientemente a esta amiga la muerte de una sola persona, un hombre, una mujer o un niño, por cualquier causa violenta donde intervenga el odio como principal razón, resulta intolerable y debe ser condenada con fuerza. Guardar silencio, justificar el acto o simplemente aminorarlo bajo cualquier pretexto casi es como asumirlo rozando el peligroso borde de la complicidad social. El problema no radica solamente en la tenencia de armas y el permiso para portarlas. El momento culmen en que el homicida oprime el disparado suele estar precedido por la banalización del tema de la violencia, la poca implicación de la mayoría de las familias, y la sociedad en general, a la hora de enfrentar el mal por su raíz.
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