Peligrosa deriva de las libertades en la era del post coronavirus
- Miguel Saludes
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Peligrosa deriva de las libertades en la era del post coronavirus
31 May 2020 03:28 - 15 Jun 2020 09:00
El paso del coronavirus parece perder fuerza tras una asoladora marcha que arrastró consigo cientos de miles de vida en casi todo el planeta y descalabró la economía mundial. Aunque las noticias siguen reportando muertes atribuidas al llamado Covit 19, las cifras indican la disminución de su poder mortífero, a pesar de la inexistencia de un medicamento de comprobada efectividad para combatirlo o la ausencia de alguna de las decenas de vacunas que se ensayan en varios laboratorios. Es lo que parecen demostrar las continuas desescaladas de cuarentenas, retorno a la normalidad y reapertura de fronteras, aún en los países más afectados donde la recuperación se vuelve prioridad. Eso sí, conservando medidas como el distanciamiento social, el porte de mascarillas y la apelación al temor de que el mal puede regresar y ser todavía más letal.
El extraño virus cambió de manera radical el escenario mundial en apenas medio año de incidencia. Su sola e incuestionable presencia bastó no solo para trastornar la vida de millones de personas, sino que deja abiertas muchas incógnitas de cara al futuro cercano. Es pronto para saber cómo quedará afectado el mapa social, económico y político del planeta, pero se atisban las primeras consecuencias de esta pandemia. Una de ellas es el control que los poderes establecidos están imponiendo a la ciudadanía, más allá de distinciones ideológicas y consideraciones de salud.
Desde su propagación en China y el posterior “salto” internacional en un periplo alocado, a veces sin una conexión lógica, el virus consiguió de entrada apagar numerosos incendios sociales que venían estallando en diferentes lugares con parecida desconexión. Las primeras en esfumarse entonces fueron las protestas de Hong Kong. Los confinamientos masivos decretados para contener la propagación del mal no solo consiguieron enclaustrar protestas y protestantes, sino que pusieron a estos junto a sus reivindicaciones frente a una mayoría que asumió con disciplina las medidas y combatió cualquier disposición a la rebeldía. Razonablemente la ruptura del cerco contra el coronavirus para manifestar reclamos de cualquier índole se convertía sencillamente en un atentado contra la salud nacional y recibía en primer lugar el rechazo ciudadano. Una práctica de control infalible que se repitió de manera invariable y que, si en verdad no estaba en los planes, ahora quedaba probada para cualquier tipo de régimen para su uso en la posteridad, adaptable ante cualquier evento y panorama.
No solo se acallaron aquellas manifestaciones que acapararon el foco de los medios en Chile, Nicaragua o Ecuador. Con la prohibición de las reuniones masivas como barrera sanitaria contra la epidemia, se terminaron las protestas en Turquía, Líbano, Argelia o India. La activista india Samia Khan alertó la manera en que el gobierno de esa última nación, pretextando el coronavirus, no solo consiguió sortear la crisis social provocada por una ley anti musulmana, sino que además incentivó el sectarismo entre hindúes y musulmanes culpando a estos últimos por el brote del mal en una mezquita en Delhi. No obstante, las noticias trajeron el intento de algunos movimientos por recuperar las calles, a pesar de la epidemia. Ocurrió en marzo con los chalecos amarillos en París o en Santiago de Chile donde los carabineros dispararon gases lacrimógenos directamente a los cuerpos de los manifestantes. No hubo reacciones más allá de la reseña y las cosas tornaron a la normalidad.
A esto se suma las acciones preocupantes de algunos gobiernos. En Filipinas el presidente reconoció haber dado la orden a la policía de tirar a matar si enfrentaban infracciones peligrosas por parte de civiles. “Si la cosa es hacer respetar la cuarentena entonces tiren a matar: ¿Entendido? Muertos. En lugar de causar problemas, os voy a enterrar". Así se pronunció Duterte. Silencio absoluto ante tales manifestaciones. No es un caso solitario el del autoritario mandatario electo en las urnas. Bajo el pretexto de la pandemia el presidente húngaro Víktor Orban logró que el Parlamento aprobara una ley que le permite gobernar por decreto, sin control y por tiempo indefinido, incluso con la facultad de determinar cuando se termina la crisis por el coronavirus. Además, el reglamento castiga noticias falsas y de alarmismo con penas de cinco años de cárcel. Una mordaza contra informadores y periodistas. Caso parecido ocurre con el presidente salvadoreño Bukele lanzando decretos a través de tuits. La excusa es parecida: “Ninguna resolución está por encima del derecho constitucional a la vida y la salud del pueblo salvadoreño. […] Así como no acataría una resolución que me ordene matar salvadoreños, tampoco puedo acatar una resolución que me ordena dejarlos morir”. Es de señalar que la popularidad de ambos mandatarios resulta paradójicamente alta.
En la otra cara de la moneda destaca el mandatario Jair Bolsonaro, elegido de manera entusiasta sin márgenes para la duda. Bolsonaro ha tomado una ruta contraria minimizando los riesgos de la pandemia, convirtiéndose en el paladín negacionista del confinamiento y medidas restrictivas al comercio. Su postura apunta contra los poderes democráticos de cara a una especie de reinstauración de los uniformados en el gobierno. En ese marco las manifestaciones antidemocracia cuentan con su apoyo, mientras el trabajo de la prensa y los activistas defensores de las libertades cívicas es denostado. Algo en los que coinciden otros gobiernos, incluyendo el de Donald Trump.
Tras este periodo de encierros y controles que comienzan a flexibilizarse o desmontarse en algunos casos, el cuestionamiento se proyecta hacia el futuro y lo que este traerá. Con la reapertura vuelven las protestas a las calles, incluso en aquellos puntos neurálgicos donde quedaron congeladas por la llegada del virus. Hong Kong entre ellas. Pero ahora allí la lucha no es por una ley de extradición continental sino por la que condena actos subversivos y de traición. Frente a los manifestantes además de la contención represiva de la policía se alzan el miedo y la desconfianza de una población que sufrió uno de los más rigurosos encierros y el ataque inaugural de la enfermedad. Precisamente el rédito del coronavirus para el control de los poderes en todo el mundo radica en ese espanto a la muerte desatado en estos meses. La mayoría se ha vuelto proclive a acatar cualquier restricción si con esta perciben protección. El anuncio hecho por funcionarios de la OMS del estado latente de la pandemia que puede retornar en cualquier momento y con la que tendremos que convivir de por vida, ofrece a los controladores la coartada ideal. El distanciamiento social y el llamado a evitar conglomeraciones en grupos de no más de cinco individuos, de ser posible familiares y conocidos, me recuerda la experiencia de aquellas medidas aplicadas contra las huelgas en Polonia de 1980, donde la policía declaraba como tal un agrupamiento similar en las aceras. Claro que ahora se trata de proteger la salud ciudadana.
Opiniones sobre el tema abundan en los medios. A modo personal destaco dos. Las del filosofo, escritor y teólogo coreano Byung-Chul Han, radicado en Alemania, y las del escritor cubano Leonardo Padura. En una entrevista publicada por EFE, el pensador asiático responde varias interrogantes sobre la crisis actual, describiendo un cuadro poco alentador sobre cómo quedará el estado de las libertades tras el paso de la pandemia. En el texto, encabezado por un enunciado del entrevistado (“ Viviremos como en un estado de guerra permanente ”) este expone su criterio en tres ideas: el miedo a la enfermedad aprovechado por los autócratas para poner fin a la democracia, la entrega de las libertades por parte de la ciudadanía como garantía de seguridad y el advenimiento de un tipo de régimen global basado en el control y la vigilancia absoluta de los ciudadanos.
“Con la pandemia nos dirigimos hacia un régimen de vigilancia biopolítica. No solo nuestras comunicaciones, sino incluso nuestro cuerpo, nuestro estado de salud se convierten en objetos de vigilancia digital. Según Naomi Klein, el shock es un momento favorable para la instalación de un nuevo sistema de reglas. El choque pandémico hará que la biopolítica digital se consolide a nivel mundial, que con su control y su sistema de vigilancia se apodere de nuestro cuerpo, dará lugar a una sociedad disciplinaria biopolítica en la que también se monitorizará constantemente nuestro estado de salud. Occidente se verá obligado a abandonar sus principios liberales; y luego está la amenaza de una sociedad en cuarentena biopolítica en Occidente en la que quedaría limitada permanentemente nuestra libertad.” El Covit 19 es la justificación perfecta para la entronización del sistema descrito por Byung-Chul Han.
Coincidiendo con las opiniones del filósofo coreano aparece una interesante intervención del novelista cubano Leonardo Padura señalando la capacidad del miedo colectivo para mover individuos y sociedades a escala global. El resultado es que “terminamos entregando, sin chistar, nuestros espacios de libertad” asevera Padura. Dice el escritor que nunca imaginó a sus compatriotas exigiendo al gobierno el cierre de fronteras tras clamar durante años por su apertura. Cierto que ha sido por una situación especial. Pero esto establece un precedente peligroso bajo el sustento de la salvación instintiva. “...Estaríamos de acuerdo que, como en China, nos filmen todo el tiempo y de paso nos midan la temperatura, vigilen con quién nos reunimos, nos den o nos quiten puntos por nuestras actitudes individuales, y hasta que nos instalen pantallas como las que imaginó Orwell en 1984, si esa es la forma de salvarnos. O que nos parezca bien que los vecinos espíen y denuncien a los vecinos incumplidores. A que los grandes poderes lo decidan casi todo por nosotros. A que florezcan autoritarismos. Eso me da tanto miedo como el virus.” Concluye Padura.
No obstante, los movimientos cívicos se reinventan a la par que lo hacen los que quieren anular su acción. Trapos rojos, blancos o negros en puertas y balcones, la proyección de imágenes con multitudes ocupando calles desiertas, cacerolazos y otras que vendrán, hacen creer que el empeño de un absolutismo mundial para entronizarse será finalmente vencido la voluntad de los que apuestan por la conservación de las libertades haciéndose escuchar. No todo está perdido si se persiste en el desafío.
El extraño virus cambió de manera radical el escenario mundial en apenas medio año de incidencia. Su sola e incuestionable presencia bastó no solo para trastornar la vida de millones de personas, sino que deja abiertas muchas incógnitas de cara al futuro cercano. Es pronto para saber cómo quedará afectado el mapa social, económico y político del planeta, pero se atisban las primeras consecuencias de esta pandemia. Una de ellas es el control que los poderes establecidos están imponiendo a la ciudadanía, más allá de distinciones ideológicas y consideraciones de salud.
Desde su propagación en China y el posterior “salto” internacional en un periplo alocado, a veces sin una conexión lógica, el virus consiguió de entrada apagar numerosos incendios sociales que venían estallando en diferentes lugares con parecida desconexión. Las primeras en esfumarse entonces fueron las protestas de Hong Kong. Los confinamientos masivos decretados para contener la propagación del mal no solo consiguieron enclaustrar protestas y protestantes, sino que pusieron a estos junto a sus reivindicaciones frente a una mayoría que asumió con disciplina las medidas y combatió cualquier disposición a la rebeldía. Razonablemente la ruptura del cerco contra el coronavirus para manifestar reclamos de cualquier índole se convertía sencillamente en un atentado contra la salud nacional y recibía en primer lugar el rechazo ciudadano. Una práctica de control infalible que se repitió de manera invariable y que, si en verdad no estaba en los planes, ahora quedaba probada para cualquier tipo de régimen para su uso en la posteridad, adaptable ante cualquier evento y panorama.
No solo se acallaron aquellas manifestaciones que acapararon el foco de los medios en Chile, Nicaragua o Ecuador. Con la prohibición de las reuniones masivas como barrera sanitaria contra la epidemia, se terminaron las protestas en Turquía, Líbano, Argelia o India. La activista india Samia Khan alertó la manera en que el gobierno de esa última nación, pretextando el coronavirus, no solo consiguió sortear la crisis social provocada por una ley anti musulmana, sino que además incentivó el sectarismo entre hindúes y musulmanes culpando a estos últimos por el brote del mal en una mezquita en Delhi. No obstante, las noticias trajeron el intento de algunos movimientos por recuperar las calles, a pesar de la epidemia. Ocurrió en marzo con los chalecos amarillos en París o en Santiago de Chile donde los carabineros dispararon gases lacrimógenos directamente a los cuerpos de los manifestantes. No hubo reacciones más allá de la reseña y las cosas tornaron a la normalidad.
A esto se suma las acciones preocupantes de algunos gobiernos. En Filipinas el presidente reconoció haber dado la orden a la policía de tirar a matar si enfrentaban infracciones peligrosas por parte de civiles. “Si la cosa es hacer respetar la cuarentena entonces tiren a matar: ¿Entendido? Muertos. En lugar de causar problemas, os voy a enterrar". Así se pronunció Duterte. Silencio absoluto ante tales manifestaciones. No es un caso solitario el del autoritario mandatario electo en las urnas. Bajo el pretexto de la pandemia el presidente húngaro Víktor Orban logró que el Parlamento aprobara una ley que le permite gobernar por decreto, sin control y por tiempo indefinido, incluso con la facultad de determinar cuando se termina la crisis por el coronavirus. Además, el reglamento castiga noticias falsas y de alarmismo con penas de cinco años de cárcel. Una mordaza contra informadores y periodistas. Caso parecido ocurre con el presidente salvadoreño Bukele lanzando decretos a través de tuits. La excusa es parecida: “Ninguna resolución está por encima del derecho constitucional a la vida y la salud del pueblo salvadoreño. […] Así como no acataría una resolución que me ordene matar salvadoreños, tampoco puedo acatar una resolución que me ordena dejarlos morir”. Es de señalar que la popularidad de ambos mandatarios resulta paradójicamente alta.
En la otra cara de la moneda destaca el mandatario Jair Bolsonaro, elegido de manera entusiasta sin márgenes para la duda. Bolsonaro ha tomado una ruta contraria minimizando los riesgos de la pandemia, convirtiéndose en el paladín negacionista del confinamiento y medidas restrictivas al comercio. Su postura apunta contra los poderes democráticos de cara a una especie de reinstauración de los uniformados en el gobierno. En ese marco las manifestaciones antidemocracia cuentan con su apoyo, mientras el trabajo de la prensa y los activistas defensores de las libertades cívicas es denostado. Algo en los que coinciden otros gobiernos, incluyendo el de Donald Trump.
Tras este periodo de encierros y controles que comienzan a flexibilizarse o desmontarse en algunos casos, el cuestionamiento se proyecta hacia el futuro y lo que este traerá. Con la reapertura vuelven las protestas a las calles, incluso en aquellos puntos neurálgicos donde quedaron congeladas por la llegada del virus. Hong Kong entre ellas. Pero ahora allí la lucha no es por una ley de extradición continental sino por la que condena actos subversivos y de traición. Frente a los manifestantes además de la contención represiva de la policía se alzan el miedo y la desconfianza de una población que sufrió uno de los más rigurosos encierros y el ataque inaugural de la enfermedad. Precisamente el rédito del coronavirus para el control de los poderes en todo el mundo radica en ese espanto a la muerte desatado en estos meses. La mayoría se ha vuelto proclive a acatar cualquier restricción si con esta perciben protección. El anuncio hecho por funcionarios de la OMS del estado latente de la pandemia que puede retornar en cualquier momento y con la que tendremos que convivir de por vida, ofrece a los controladores la coartada ideal. El distanciamiento social y el llamado a evitar conglomeraciones en grupos de no más de cinco individuos, de ser posible familiares y conocidos, me recuerda la experiencia de aquellas medidas aplicadas contra las huelgas en Polonia de 1980, donde la policía declaraba como tal un agrupamiento similar en las aceras. Claro que ahora se trata de proteger la salud ciudadana.
Opiniones sobre el tema abundan en los medios. A modo personal destaco dos. Las del filosofo, escritor y teólogo coreano Byung-Chul Han, radicado en Alemania, y las del escritor cubano Leonardo Padura. En una entrevista publicada por EFE, el pensador asiático responde varias interrogantes sobre la crisis actual, describiendo un cuadro poco alentador sobre cómo quedará el estado de las libertades tras el paso de la pandemia. En el texto, encabezado por un enunciado del entrevistado (“ Viviremos como en un estado de guerra permanente ”) este expone su criterio en tres ideas: el miedo a la enfermedad aprovechado por los autócratas para poner fin a la democracia, la entrega de las libertades por parte de la ciudadanía como garantía de seguridad y el advenimiento de un tipo de régimen global basado en el control y la vigilancia absoluta de los ciudadanos.
“Con la pandemia nos dirigimos hacia un régimen de vigilancia biopolítica. No solo nuestras comunicaciones, sino incluso nuestro cuerpo, nuestro estado de salud se convierten en objetos de vigilancia digital. Según Naomi Klein, el shock es un momento favorable para la instalación de un nuevo sistema de reglas. El choque pandémico hará que la biopolítica digital se consolide a nivel mundial, que con su control y su sistema de vigilancia se apodere de nuestro cuerpo, dará lugar a una sociedad disciplinaria biopolítica en la que también se monitorizará constantemente nuestro estado de salud. Occidente se verá obligado a abandonar sus principios liberales; y luego está la amenaza de una sociedad en cuarentena biopolítica en Occidente en la que quedaría limitada permanentemente nuestra libertad.” El Covit 19 es la justificación perfecta para la entronización del sistema descrito por Byung-Chul Han.
Coincidiendo con las opiniones del filósofo coreano aparece una interesante intervención del novelista cubano Leonardo Padura señalando la capacidad del miedo colectivo para mover individuos y sociedades a escala global. El resultado es que “terminamos entregando, sin chistar, nuestros espacios de libertad” asevera Padura. Dice el escritor que nunca imaginó a sus compatriotas exigiendo al gobierno el cierre de fronteras tras clamar durante años por su apertura. Cierto que ha sido por una situación especial. Pero esto establece un precedente peligroso bajo el sustento de la salvación instintiva. “...Estaríamos de acuerdo que, como en China, nos filmen todo el tiempo y de paso nos midan la temperatura, vigilen con quién nos reunimos, nos den o nos quiten puntos por nuestras actitudes individuales, y hasta que nos instalen pantallas como las que imaginó Orwell en 1984, si esa es la forma de salvarnos. O que nos parezca bien que los vecinos espíen y denuncien a los vecinos incumplidores. A que los grandes poderes lo decidan casi todo por nosotros. A que florezcan autoritarismos. Eso me da tanto miedo como el virus.” Concluye Padura.
No obstante, los movimientos cívicos se reinventan a la par que lo hacen los que quieren anular su acción. Trapos rojos, blancos o negros en puertas y balcones, la proyección de imágenes con multitudes ocupando calles desiertas, cacerolazos y otras que vendrán, hacen creer que el empeño de un absolutismo mundial para entronizarse será finalmente vencido la voluntad de los que apuestan por la conservación de las libertades haciéndose escuchar. No todo está perdido si se persiste en el desafío.
Last edit: 15 Jun 2020 09:00 by Democracia Participativa.
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