Una de las lecciones que se aprende en una vida en el periodismo es que la gente es siempre mucho más complicada de lo que piensas. Usamos etiquetas para hablar sobre “votantes de Trump” o “guerreros de la justicia social”, pero cuando realmente te reúnes con personas concretas ellas desafían las categorías. Alguien podría ser una latina lesbiana que ama a la Asociación Nacional del Rifle (N.R.A.) o un vaquero Mormón socialista de Arizona.
Más aún, la mayoría de los seres humanos está llena de ambivalencias. Muchos activistas políticos que conozco aman algunos aspectos de su partido y desprecian otros. En esa complejidad se incluye toda una vida con experiencias, alegrías y dolores, y es un insulto a sus vidas el tratar de reducirlas a una etiqueta que ignora todo eso.
Sin embargo, nuestra cultura es eficiente a la hora de ignorar la singularidad y la profundidad de cada persona. Los encuestadores los ven como grupos demográficos amplios. Las grandes bases de datos cuentan a las personas como si estuvieran contando manzanas. En un extremo, la psicología evolutiva reduce la gente a sus impulsos biológicos, el capitalismo a sus intereses económicos, el marxismo moderno a su posición de clase y el multiculturalismo a su raza. El consumismo trata a la gente como unidades, como criaturas superficiales preocupadas simplemente por la experiencia del placer y la adquisición de cosas.
En 1968, Karol Wojtyla escribió: “el mal de nuestros tiempos consiste en primer lugar en una especie de degradación, una pulverización de la singularidad fundamental de cada persona humana.” Eso sigue siendo cierto.
Así que este podría ser un momento perfecto para un renacimiento del personalismo.
El personalismo es una tendencia filosófica basada en la singularidad infinita y la profundidad de cada persona. A lo largo de los años, personas como Walt Whitman, Martin Luther King, William James, Peter Maurin y Wojtyla (que luego fue el Papa Juan Pablo II) se han llamado a sí mismos personalistas, pero el movimiento sigue siendo una especie de nudo filosófico. No es precisamente famoso.
El personalismo comienza trazando una línea entre los seres humanos y otros animales. Tu perro es genial, pero hay una profundidad, complejidad y superabundancia en cada personalidad humana que le da a cada persona una dignidad única y infinita.
A pesar de lo que enseña la cultura del logro, esa dignidad no depende de lo que hagas, de lo exitoso que seas o de si tu escuela te considera un ser dotado. Un valor infinito es inherente al ser humano. Cada encuentro humano es una reunión de iguales. Hacer servicio comunitario no se trata de salvar a los pobres; es una conjunción de igualdades absolutas, ya que ambas buscan cambiar y crecer.
La primera responsabilidad del personalismo es ver a cada persona en toda su profundidad. Esto es increíblemente difícil de hacer. A medida que vivimos nuestros días ajetreados es normal querer establecer relaciones del tipo “yo-con-un-objeto”; por ejemplo con el guardia de seguridad en tu edificio o con el trabajador de la oficina al final del pasillo. La vida es muy ajetreada, y a veces sencillamente necesitamos reducir a la gente a su función superficial.
Pero el personalismo exige, tanto como sea posible, relaciones de yo-tú: que simplemente no consideres a la gente como un dato, sino que ella emerja de la narrativa completa, y de que intentes, cuando puedas, conocer sus historias, o al menos darte cuenta de que todo el mundo enfrenta problemas que desconoces.
La segunda responsabilidad del personalismo es la auto-dotación. Psicólogos del siglo XX como Carl Rogers trataban a las personas como seres que se auto-actualizaban — se ponían en contacto consigo mismos. Descartes intentó separar la razón individual de las emociones que buscaban vincular. Nikolai Berdyaev dijo que ello tiende a convertir a la gente en mónadas encapsuladas, sin puertas ni ventanas.
Los personalistas creen que la gente es un “todo abierto”. Encuentran su perfección en comunión con otras personas integrales. Las preguntas cruciales en la vida no son preguntas sobre el “qué” — ¿Qué hago? – sino preguntas sobre “quién” — ¿a quién sigo, a quién sirvo, a quién amo?
La razón de la vida, escribió Jacques Maritain, es el “auto-control con el propósito de la entrega personal”. Es darte a ti mismo como un regalo a las personas y a las causas que amas y recibir tales dones para otros. Es a través de este amor que cada persona unifica su personalidad fragmentada. A través de este amor, la gente toca la personalidad completa en los demás y logra purificar la personalidad propia.
La tercera responsabilidad del personalismo es la disponibilidad: estar abiertos a este tipo de donaciones y amistades. Esto es difícil, también; la vida está llena de ocupaciones, y estar disponible para la gente implica tiempo e intencionalidad.
Margarita Mooney, del Seminario teológico de Princeton, ha escrito que el personalismo es una vía intermedia entre el colectivismo autoritario y el individualismo radical. El primero subsume al individuo dentro del colectivo. El segundo utiliza al grupo para servir los intereses del yo.
El personalismo exige que cambiemos la forma en que estructuramos nuestras instituciones. Una empresa que trata a las personas como unidades para simplemente maximizar el retorno de los accionistas está mostrando desprecio por sus propios trabajadores. Las escuelas que tratan a los estudiantes como cerebros a mostrar no los están preparando para vivir una vida integral.
El punto importante es que la fragmentación social de hoy no surgió de raíces poco profundas. Surgió de las cosmovisiones que amputaban a la gente de sus propias profundidades y las dividían en identidades simplistas y planas. Eso tiene que cambiar. Como dijo Charles Péguy, “la revolución será moral o no será”.
Traducción: Marcos Villasmil
NOTA ORIGINAL:
The New York Times
Personalism: The Philosophy We Need