¿Cuándo y dónde comenzar la raya que ponga límite a la violencia?
- Miguel Saludes
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¿Cuándo y dónde comenzar la raya que ponga límite a la violencia?
10 Apr 2017 03:27
MIAMI, Estados Unidos.- Cuando Barack Obama pronunció aquella desafortunada advertencia sobre las rayas que no se debían traspasar en el conflicto sirio mediante el uso de armas químicas, ya en dicha contienda se habían rebasado numerosas líneas ante las que el mundo parecía carecer de respuesta. Una peligrosa cadena de revoluciones con aval democratizador, recorría numerosos países árabes. La chispa encendida en Túnez no demoró en expandirse por la Libia de Gadafi, el Egipto de Mubarak y la Siria del régimen de Bashar al Assad. Tres dictadores que hasta ese momento mantenían bajo control un polvorín del que occidente no supo (o no quiso) apreciar los riesgos del estallido. Los resultados están a la vista en el terreno libio y aún están por determinar su verdadero alcance en el confuso escenario bélico sirio.
Si el presidente Obama cometió un error, en mi opinión, fue precisamente hablar del trazo límite para justificar una intervención militar norteamericana en un escenario enrarecido donde en el frente de batalla contra el gobierno dictatorial de Damasco se alineaban diferentes grupos rebeldes, fuerzas identificadas con una rama de Al Qaida, Hezbolá o el peligroso Estado Islámico, cuya entronización ha constituido el peor resultado de esta absurda contienda.
A pocos días de pronunciada la advertencia norteamericana, ocurrió en Damasco aquel terrible ataque con gas sarín que fulminó la vida de mil personas, muchas de ellas niños. Las imágenes transmitidas se esgrimían como prueba ante la que era de esperar la respuesta interventora de Washington. Respuesta que por suerte no se produjo. La pregunta que entonces se imponía era evidente: ¿Era lógico que el régimen puesto contra las cuerdas diera el pretexto para que Estados Unidos entrara en el conflicto para dar apoyo abierto a los rebeldes? Tal vez fue la misma interrogante que se hicieran los consejeros presidenciales en la Casa Blanca, que prefirieron otorgar el beneficio de la duda al agresor.
El pasado 4 de abril se repite la historia. Un nuevo ataque con gas venenoso atribuido a tropas sirias produjo terribles estragos en civiles atrapados en los enfrentamientos entre rebeldes y fuerzas gubernamentales en la localidad de Khan Shiekhoun, provincia de Idlib. Al menos 30 niños murieron asfixiados y otra vez las imágenes trasmiten los rostros inocentes desfigurados por los horribles estertores de una muerte atroz. Y esta vez el eco de aquella raya infranqueable vuelve a resonar, ahora bajo el mando de un nuevo Comandante en Jefe en la presidencia estadounidense. La respuesta de Donald Trump llegó de manera unilateral en un ataque masivo con misiles dirigidos contra bases militares del ejército sirio.
¿Fue el ataque ordenado por Trump un acto sincero de indignación por el bombardeo químico y la muerte de civiles, niños entre ellos? Algunos dicen que hay razones que ponen un acento de duda en la rectitud de la intención. El hecho ocurre en pleno período de estreno presidencial en el que el mandatario ha encontrado grandes dificultades para poner en marcha las promesas estrellas de su programa electoral. También en medio de críticas e investigaciones sobre relaciones poco claras entre el Kremlin y miembros del equipo que le respaldó durante su carrera como candidato.
Y de nuevo se abre la misma pregunta, aunque un poco tardíamente. ¿A quién beneficiaba este nuevo bombardeo químico atribuido a los militares pro Assad? Ahora que el ataque de Estados Unidos se ha verificado, la respuesta parece clara, incluso para aventurarse con menos riesgos para señalar al posible causante.
Más allá del crimen en sí, injustificable y condenable desde cualquier posición de donde parta la responsabilidad, quedan otros cuestionamientos sobre esas líneas rojas, negras o naranja, trazadas como marcas infranqueables contra los desmanes del genocidio. ¿Deberían acaso existir también barreras prohibitivas contra incursiones como las que dirigiera Israel en el 2014 contra la franja de Gaza bajo el nombre Operación Margen Protector y que provocó más de dos mil bajas civiles, cuatrocientos de ellas niños? ¿O ataques al modo del que hiciera en días recientes la aviación iraquí sobre Mosul provocando 240 víctimas inocentes en un solo día? ¿Será que la metralla desmembradora resulta menos condenable y sus efectos no tan insultantes para la opinión pública? ¿Se hace más difícil aceptar que un niño muera ahogado por los efectos de un gas letal que aquel que muere desangrado o despedazado a causa de una bomba? ¿Y qué línea debió haberse marcado hace tiempo contra los desmanes de los islamistas de ISIS cuya más reciente muestra de horror habla de 60 niños cristianos decapitados y sus cabezas clavadas en picas expuestas en un parque de la misma ciudad de Mosul?
Seis años de guerra, más de 300 mil muertes, 4 millones de desplazados, ciudades totalmente destruidas, tesoros de la humanidad perdidos, aniquilamiento de poblaciones por consideraciones étnicas o religiosas. Terrorismo teledirigido desde las zonas en conflicto contra el mundo. Graves transgresiones contra la humanidad ante las que no ha existido el trazo de una línea firme que ponga fin a tanto despropósito.
Si el presidente Obama cometió un error, en mi opinión, fue precisamente hablar del trazo límite para justificar una intervención militar norteamericana en un escenario enrarecido donde en el frente de batalla contra el gobierno dictatorial de Damasco se alineaban diferentes grupos rebeldes, fuerzas identificadas con una rama de Al Qaida, Hezbolá o el peligroso Estado Islámico, cuya entronización ha constituido el peor resultado de esta absurda contienda.
A pocos días de pronunciada la advertencia norteamericana, ocurrió en Damasco aquel terrible ataque con gas sarín que fulminó la vida de mil personas, muchas de ellas niños. Las imágenes transmitidas se esgrimían como prueba ante la que era de esperar la respuesta interventora de Washington. Respuesta que por suerte no se produjo. La pregunta que entonces se imponía era evidente: ¿Era lógico que el régimen puesto contra las cuerdas diera el pretexto para que Estados Unidos entrara en el conflicto para dar apoyo abierto a los rebeldes? Tal vez fue la misma interrogante que se hicieran los consejeros presidenciales en la Casa Blanca, que prefirieron otorgar el beneficio de la duda al agresor.
El pasado 4 de abril se repite la historia. Un nuevo ataque con gas venenoso atribuido a tropas sirias produjo terribles estragos en civiles atrapados en los enfrentamientos entre rebeldes y fuerzas gubernamentales en la localidad de Khan Shiekhoun, provincia de Idlib. Al menos 30 niños murieron asfixiados y otra vez las imágenes trasmiten los rostros inocentes desfigurados por los horribles estertores de una muerte atroz. Y esta vez el eco de aquella raya infranqueable vuelve a resonar, ahora bajo el mando de un nuevo Comandante en Jefe en la presidencia estadounidense. La respuesta de Donald Trump llegó de manera unilateral en un ataque masivo con misiles dirigidos contra bases militares del ejército sirio.
¿Fue el ataque ordenado por Trump un acto sincero de indignación por el bombardeo químico y la muerte de civiles, niños entre ellos? Algunos dicen que hay razones que ponen un acento de duda en la rectitud de la intención. El hecho ocurre en pleno período de estreno presidencial en el que el mandatario ha encontrado grandes dificultades para poner en marcha las promesas estrellas de su programa electoral. También en medio de críticas e investigaciones sobre relaciones poco claras entre el Kremlin y miembros del equipo que le respaldó durante su carrera como candidato.
Y de nuevo se abre la misma pregunta, aunque un poco tardíamente. ¿A quién beneficiaba este nuevo bombardeo químico atribuido a los militares pro Assad? Ahora que el ataque de Estados Unidos se ha verificado, la respuesta parece clara, incluso para aventurarse con menos riesgos para señalar al posible causante.
Más allá del crimen en sí, injustificable y condenable desde cualquier posición de donde parta la responsabilidad, quedan otros cuestionamientos sobre esas líneas rojas, negras o naranja, trazadas como marcas infranqueables contra los desmanes del genocidio. ¿Deberían acaso existir también barreras prohibitivas contra incursiones como las que dirigiera Israel en el 2014 contra la franja de Gaza bajo el nombre Operación Margen Protector y que provocó más de dos mil bajas civiles, cuatrocientos de ellas niños? ¿O ataques al modo del que hiciera en días recientes la aviación iraquí sobre Mosul provocando 240 víctimas inocentes en un solo día? ¿Será que la metralla desmembradora resulta menos condenable y sus efectos no tan insultantes para la opinión pública? ¿Se hace más difícil aceptar que un niño muera ahogado por los efectos de un gas letal que aquel que muere desangrado o despedazado a causa de una bomba? ¿Y qué línea debió haberse marcado hace tiempo contra los desmanes de los islamistas de ISIS cuya más reciente muestra de horror habla de 60 niños cristianos decapitados y sus cabezas clavadas en picas expuestas en un parque de la misma ciudad de Mosul?
Seis años de guerra, más de 300 mil muertes, 4 millones de desplazados, ciudades totalmente destruidas, tesoros de la humanidad perdidos, aniquilamiento de poblaciones por consideraciones étnicas o religiosas. Terrorismo teledirigido desde las zonas en conflicto contra el mundo. Graves transgresiones contra la humanidad ante las que no ha existido el trazo de una línea firme que ponga fin a tanto despropósito.
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