Dios con nosotros

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Dios con nosotros

25 Dec 2016 18:55
#9720
La Navidad es el mito fundacional de Occidente. Dicho así, de súbito, suena como si uno tratara de menoscabarla. Para el cristiano piadoso, la palabra mito connota una mentira, una superchería, que él nunca podría conciliar con la expresión devota de su fe, con eso que la teología ha llamado “la Revelación”. Sin embargo, el mito tiene un carácter de “verdad otra”, nada despreciable: es la manera que han tenido los seres humanos de explicarse aquellas cosas que desafían, exceden o trascienden los parámetros de su razón. La fe no es, pues, irracional ni antirracional, sino más bien metarracional, está más allá de lo que la razón pueda explicarnos consoladoramente a través de los sentidos y mediante la reflexión. La Navidad participa de esa naturaleza, pertenece al rango (y valga el oxímoron) de los enunciados inefables.

Aunque hace mucho que estoy “devotamente” sentado en el umbral del agnosticismo, la Navidad siempre ha ejercido sobre mí una particular y honda fascinación que se muestra incluso en sus representaciones más elementales; por ejemplo, en los adornos típicos que engalanan tantos sitios en estos días. Provocan mi arrobo porque acaso consiguen suscitarme la memoria de una ancestral felicidad, de una inocencia primordial que nunca ha desertado de mí por mucho que los hábitos y ademanes de la expresión adulta se le hayan sobreimpuesto. En Navidad uno vuelve a ser niño, de la misma manera que nos han dicho que Dios quiso serlo. Es a la indefensión divina a la que le cantan los ángeles.

Por otra parte, le agradezco a mi madre el haberme inculcado una visión profunda de la Navidad, que ha logrado sobrevivir intacta e incluso convivir con los presupuestos de mi razón incrédula. Solía ella decirme que el júbilo de esta festividad no dependía de la cena de Nochebuena que reunía, en torno a la mesa, a toda la familia; ni de los regalos que recibían los niños y que los adultos se intercambiaban; ni de la música de los villancicos que oíamos o que cantábamos… El júbilo de la Navidad dependía exclusivamente de nuestro agradecido entusiasmo por la llegada al mundo de Jesús; por esa vida singular, agregaría yo, que aún subvierte nuestras convenciones al pedirnos —contra toda lógica— que seamos pacíficos, generosos y buenos.

Ese concepto de la Navidad ha hecho posible que ninguna ausencia o nostalgia sea capaz de enturbiar en mi ánimo la alegría de esta fiesta, pese a que todos —o casi todos— los que alguna vez me acompañaron en ella ya no están. La muerte o sus terribles anticipaciones —la distancia y el envejecimiento— obran mancomunadamente como portadores de la tristeza y la desilusión, para recordarnos nuestras frustraciones y carencias, para levantar constantemente ante nuestros ojos la puerta del Infierno con la ominosa inscripción que registrara Dante: “Perded toda esperanza”.

La Navidad es, por el contrario, una apuesta de los seres humanos por la luz y por la esperanza; quiere ser la historia de la complicidad de lo divino con nuestro quehacer y padecer. Es el mito de Prometeo por otros medios, solo que aquí la Deidad quiere voluntariamente compartir con nosotros su solidaridad y su esplendor.

En la psique profunda de la raza humana hay un infatigable anhelo de perfección, no importa cuán desmentido parezca estar a diario por nuestras acciones y pasiones. En Occidente, ese anhelo de perfección se concreta en la persona de Jesús que, al proponernos metas imposibles, se convirtió en nuestro necesario alter ego, en el retrato idealizado de nuestro mejor yo. Hermann Hesse definió este sentimiento en una frase insuperable al llamar a Jesús “la sombra gigantesca en que la humanidad se ve a sí misma proyectada sobre el muro de la eternidad”. Él ha sido por muchos siglos ya la proyección de nuestras aspiraciones más nobles.

A manera de prólogo de la vida y doctrina de ese maestro judío, cuya historicidad pocos cuestionan hoy, el relato de la Navidad, devenido mito fundacional de nuestra cultura, sirve para jerarquizar y legitimar la biografía de alguien tan desafiantemente superior que bien podríamos llamarle, aunque en Dios no creyéramos, “Dios con nosotros”.

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