El 27 de mayo las autoridades suizas arrestan en Zúrich bajo cargos de corrupción a altos funcionarios de la FIFA (Fédération Internationale de Football Association); el 17 de junio el papa Francisco, con su encíclica Alabado seas, declara la guerra a las grandes empresas y a los gobiernos de las naciones más poderosas por “el uso indiscriminado de los recursos naturales”; el mismo día, un joven perpetra una matanza de nueve personas por odio racial en una iglesia de Charleston, Carolina del Sur; el 26 de junio amanece el mundo con una oleada de actos terroristas en Túnez, Francia y Kuwait, y el mismo día el Tribunal Supremo aprueba los matrimonios entre personas del mismo sexo en los 50 Estados de la Unión.
¿Qué relación guardan todos estos acontecimientos recientes de primera plana? Aparentemente ninguna. Y sin embargo, todos son síntomas de un período crucial y decisivo de la humanidad. Una civilización milenaria está muriendo y otra, naciendo. Vida y muerte, parto y estertores se entrelazan entre convulsiones. No importa si se vive en Occidente, en el mundo islámico, la India o China. Nadie escapa a los impactos de esta transición global, y no obstante, casi nadie se percata, porque está ocurriendo lentamente, no en estos días, semanas, meses, ni siquiera años, sino a lo largo de más de un siglo.
Quizás haya habido alguien en 1920, cuando en esta nación fue aprobado el derecho al voto femenino tras numerosas golpizas, cárceles y huelgas de hambre sufridas por Alice Paul y otras muchas valientes activistas, o cuando hace apenas treinta años cuatro diputados “locos” en el parlamento alemán hablaran, en nombre de un tal Partido Verde a favor del medio ambiente, que haya pensado: “algo nuevo está pasando en el mundo”. Porque jamás en miles de años, salvo casos muy aislados, se había reconocido derecho civil alguno a las mujeres, ni se había dado importancia a la protección de la naturaleza.
Entre los pocos que perciben esta transición se habla de “armagedón” y de advenimiento de la “Era de Acuario”. En la India muchos la llaman “fin del Kali Yuga”. Yo prefiero calificarla de revolución civilizatoria, la que pondrá fin a la Era del Padre. Que yo sepa, esto ha ocurrido sólo una vez en el largo transcurso de la humanidad hace varios milenios cuando desapareciera, en medio de grandes tragedias sociales y naturales, la Era de la Madre, de lo cual no hay registros históricos, sino algunos descubrimientos arqueológicos y reminiscencias en la memoria colectiva a través de mitos y leyendas, como la Caja de Pandora y la pérdida del “paraíso terrenal”. Dos fuerzas poderosas se debaten por prevalecer actualmente en el mundo en todas partes con dos paradigmas civilizatorios diametralmente opuestos, dos mentalidades, la del Padre y la del Hijo, y esto nada tiene que ver con el engañoso referente de “izquierdas” y “derechas”.
Unos defienden el uso de las armas, favorecen las guerras, apoyan la pena de muerte, la supremacía racial o sexual, los poderes centralizados (no importa si son grandes corporaciones privadas o Estados comunistas) y la explotación indiscriminada de la naturaleza y de grandes masas de seres humanos; y los otros apoyan el desarme, las vías pacíficas, la libertad, la igualdad racial, el derecho de la mujer, de los homosexuales y hasta de los animales a ser tratados con dignidad (muchos son vegetarianos), defienden el derecho de todos a vivir decorosamente, aman a la naturaleza, sueñan con la solidaridad entre todos los seres humanos y no quieren exterminar a los criminales sino cambiar su mentalidad. ¿A cuál pertenece usted?
¿Está asegurado el advenimiento de esa supuesta Era de paz, amor y prosperidad de la que tanto se habla? Lamentablemente no, porque como en toda gestación, está presente siempre la posibilidad del aborto, sólo que en este caso la muerte del feto arrastraría también la de aquella que lo fecundó: la humanidad, en un escenario de colapso ecológico o de guerra nuclear. Todos los que soñamos con ese mundo de hermandad sin paternalismos debemos luchar porque esa terrible tragedia no ocurra, pacíficamente, porque en los medios va implícito el fin. Por eso, en nombre de todos esos soñadores, nos declaramos, no en pie de guerra para alcanzar ese mundo soñado, sino en pie de paz.
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