La Unión Europea (UE) está llamada a ser un actor importante en las relaciones internacionales. Precisamente, uno de los principales rasgos de la cultura judeo-cristiana que sirve de base al proyecto europeo es su espíritu universal. Lejos de cualquier tentación aislacionista, los padres fundadores de la UE (Adenauer, Schuman y De Gasperi) optaron por una apertura comprometida, que rápidamente se concretó en el fortalecimiento de las relaciones trasatlánticas y la opción por la defensa de la democracia en el mundo.
No podía ser de otra manera si tenemos en cuenta la deuda y compromiso de Europa frente a la humanidad. Deuda: porque fue escenario de las guerras y totalitarismos más terribles del pasado siglo; y compromiso, porque hoy es el mayor “conglomerado” democrático del mundo. Por tanto, la política exterior de la UE y de cada uno de sus estados miembros debe ser reflejo de su construcción interna. La pregunta que tenemos que hacernos es si hoy Europa es ese referente en la comunidad internacional.
En el siglo XX se desarrollaron dos corrientes en las relaciones internacionales que hoy siguen influyendo en este ámbito: la realista, que ve la política internacional en clave de intereses, ya sean, comerciales, geopolíticos, etc. y otra, que impulsa la defensa internacional de los valores democráticos. Europa no ha estado ajena a este debate.
Es evidente que la apuesta por el primer modelo suele aparejar una posición aquiescente ante las violaciones de los derechos humanos. Según esta postura, no se deberá criticar a los dictadores, porque ello pondría en peligro nuestros intereses empresariales. Esta decisión implica la renuncia a exigir “fuera de casa” aquellos valores que inspiran a Europa y todos sabemos el desconcierto que esto genera entre quienes esperan algo más de ella. Ya lo decía el ex -disidente ruso Natan Sharansky en su libro Alegato por la Democracia: “Los disidentes podíamos prepararnos psicológicamente para una vida de riesgo, detenciones y encarcelamientos. Pero nunca estuvimos lo bastante preparados para la decepción que sentíamos al ver que el mundo libre abandonaba sus propios valores”
Pero la defensa de la libertad y la democracia no es solamente un deber moral, sino también es la mejor apuesta. Fijémonos en los sucesos de los países árabes: dictadores durante mucho tiempo mimados por las democracias occidentales, hoy están fuera del poder por las revueltas populares y otros seguirán sus pasos. Y es que los detractores de la libertad compran voluntades y en ese momento todo aparenta estar bien, pero en la propia naturaleza de sus regímenes están los gérmenes de la inseguridad jurídica, de la corrupción, de la inestabilidad social y del caos. Males que cuando afloran, afectan a las inversiones extranjeras y a los precios internacionales. Por ello, desde el punto de vista comercial o económico, la democracia también es la mejor opción y los demócratas los mejores aliados.
La Unión Europea cuenta con mecanismos que, aplicados con rigor, podrían ayudar a promover la democracia en el mundo, por ejemplo: la ayuda al desarrollo, la cooperación económica y financiera y las ventajas arancelarias. Muchos gobiernos extranjeros, en especial los autoritarios, critican el hecho de que las ventajas europeas estén condicionadas a la realización de aperturas democráticas. Pero mantener esta condicionalidad es un deber de la UE frente a sus propios ciudadanos y frente su compromiso como valedora y defensora de las libertades y derechos humanos en el mundo.
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