Las raíces del fracaso afgano

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Las raíces del fracaso afgano

2 years 10 months ago
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La evacuación de las fuerzas destacada en Afganistán en cumplimiento de los acuerdos de paz implementados entre Estados Unidos, el gobierno afgano y los líderes de las fuerzas talibanes, terminó en una caótica estampida protagonizada por miles de civiles de esa nación que trataban a toda costa de escapar del regreso fundamentalista al poder. El desespero mostrado en las imágenes -un escape en toda regla- apenas dejaba espacio para hablar de lo que debió funcionar como un retiro conveniado. Las críticas contra el presidente Biden, bajo cuya administración se implementan los acuerdos concertados para una salida definitiva de los efectivos militares con fecha tope el 31 de agosto, se agudizaron con el ataque terrorista dirigido contra el anillo protector en torno a los accesos del aeropuerto de Kabul. Los detractores del mandatario demócrata cargan sobre su mando lo ocurrido, apuntando una mala estrategia de repliegue a la que añaden el cálculo errado sobre la relampagueante movida de los talibanes que en tan solo unas pocas semanas y sin resistencia alguna, ocuparon todas las ciudades del país, incluyendo la capital. Un hecho que muchos describen como una vergonzosa derrota y hasta un regalo para los enemigos de Estados Unidos.

El descalabro que significa la estampida de miles de afganos, abandonados a su suerte con el retorno pactado del gobierno talibán, ha sido señalada contra los gestores del acuerdo como una falta de previsión en la demora de emisión de visas y documentos para lograr la salida ordenada de los que ahora temen por haber trabajado al servicio de las organizaciones civiles y militares extranjeras. Pero más bien se pudiera apreciar que el destino de esos miles de personas fue o bien ignorado, o pasado por alto en las negociaciones iniciadas a finales del 2019, dado que para la pasada administración el tema migratorio no era una de sus prioridades. Ni siquiera para poner las cosas en blanco y negro sobre garantizar seguridad o buscarles un sitio de acogida con suficiente antelación, que no necesariamente tenía que ser en suelos europeos o americanos, a quienes les sirvieron en diversas funciones y que ahora pudieran enfrentar la ira de sus nuevos gobernantes. 

Pero el desastre que hoy se acusa al gobierno de Biden, encargado de cumplir el legado de su antecesor, comenzó a fraguarse casi desde los inicios de esta duradera operación militar. Incluso ni siquiera puede achacarse en todas sus dimensiones al presidente Trump quien ya desde el comienzo de sus campañas presidenciales había prometido acabar con estas “guerras interminables” en las que estaba inmersa la nación. Con el eslogan “America Primero” Trump puso en la mira el final de la presencia norteamericana en suelos ajenos y el derroche millonario en conflictos estériles. 

Si la Unión Soviética invirtió en Afganistán un estimado de 2 mil millones al año, Estados Unidos superó con creces el dispendio financiero. Según estimados del propio gobierno norteamericano solo entre 2010 y 2012 el costo de la guerra le significó 100 mil millones al año. La astronómica cantidad de 2, 26 billones no bastaron para fortalecer las estructuras de un gobierno minado por la ineptitud y la corrupción. Un aspecto que puso en evidencia la huida del presidente Ashraf Ghani, cargando con cuanto pudo en autos y un helicóptero, repleto de efectivos destinados a fortalecer un ejército que apenas combatió. Una actitud que se podía explicar en las denuncias que exponían la falta de pagos y mala alimentación.  

La génesis del desastre habría que ubicarla en los oscuros pasajes de la llamada Guerra Fría en la que Estados Unidos y la Unión Soviética junto a sus respectivos asociados, echaban un pulso para ver quien imponía su poder hegemónico mundial. La puja tenía lugar en tableros ajenos donde los estrategas movían fichas a su arbitrio. Algunas de ellas terminaron por convertirse en peligrosos e inmanejables Frankenstein, creaciones torcidas del roce friolento entre potencias adversarias, que les generarían serias dificultades.  Al Qaeda, uno de estos engendros, asestó cruentos atentados terroristas contra objetivos norteamericanos, siendo el de mayor envergadura el ataque sobre tres puntos vitales de la nación americana: el económico con el derribo de las Torres Gemelas, el militar con el impacto en el Pentágono y el frustrado golpe que al parecer iba dirigido contra el poder político en la Casa Blanca. Fue el hecho que derivó en una ocupación militar que perduró dos décadas, que sacó del juego a los prosélitos de Bin Laden acogidos por el gobierno talibán, y que dejó abiertos numerosos cuestionamientos, fallas y actuaciones condenables que han llevado al cierre momentáneo de este capítulo.  

La llamada Operación Ciclón, descrita por la prensa como el mayor operativo encubierto en la historia de la CIA, posibilitó el suministro de tecnologías y armamentos a estos grupos con el objetivo de derrotar a la potencia rival de turno, pero quizás no previó en toda su dimensión la malignidad de los actores implicados y como sus actos pudiera tornarse contra sus propios benefactores llegado el momento. Tal vez no supieron captar tempranamente que para sus protegidos la visión de un Occidente consumista era más perniciosa que la rígida propuesta de patrocinio soviético, carente de Dios, pero al menos sin las avasallantes y corrosivas ofertas de un modo de vida contrapuesto a la cultura y religiosidad defendida por el integrismo islámico. No es casual que algunas de sus voces más radicales se refirieran a Estados Unidos como el Satán a combatir. 

Quedaron expuestos los métodos utilizados para apoyar en su momento a aquellos que recibieron el título de guerreros de la Libertad. Una apuesta que quedó limitada con la estricta aplicación de leyes teocráticas absurdas contra derechos de las mujeres, niñas y una singular administración de la justicia ajena a los ideales modernos. No se puede obviar el hecho de que el cultivo y tráfico del opio o la heroína fueran utilizados como fuente de financiamiento de los incipientes luchadores, convertidos a poco en Señores de la Guerra. Las consecuencias de este inmoral recurso de financiamiento resultaron en un bumerang contra los que concibieron la idea de abrir aquella Caja de Pandora, cuyo lucrativo producto quedó fuera del control, incluso de los propios talibanes cuando trataron de imponer la prohibición buscando hacer cumplir sus estrictas normas morales. El resultado tan repetido de acudir al peligroso dogma de que el fin justifica los medios.

 A esto habría que añadir al servicio de ciertos aliados que en momentos han puesto en dudas su posición amistosa. Ocurrió cuando los mismos talibanes acogieron a los grupos jurados en empeñar una guerra sin cuartel contra el mundo occidental, principalmente Estados Unidos. Y más todavía cuando el territorio pakistaní albergó durante años al líder de los ataques del 9-11, oculto en una casa de seguridad ubicada cerca de la academia militar de ese país y aniquilado por un operativo militar planificado a espaldas del aliado para no comprometer su éxito. No es el único ni el último episodio. En la actual coyuntura se repiten las coincidencias en hechos. Desde el vecino país aliado los talibanes recibían una constante oleada de refresco a sus fuerzas de combate empeñadas en enfrentar a las fuerzas de seguridad entrenadas por Estados Unidos. Un golpe que se completaba con los nexos evidentes entre líderes rebeldes y organizaciones de inteligencia pakistaní. Uno de los principales es el actual gobernante talibán Khalil Haggani cuya presencia fue negada ante el reclamo norteamericano a su contraparte. 

Citan que cuando el exconsejero de la Casa Blanca Zbigniew Brzezinski fue cuestionado sobre el apoyo a los muyahidines, aquel respondió con una pregunta sobre qué era lo más importante en la historia universal, si el talibán o el colapso del imperio soviético. Treinta años después de la desaparición del rival ideológico moscovita, los talibanes siguen en el escenario, desafiantes y amenazadores, ante la mirada impotente de sus antiguos mentores. 

La culpa definitivamente no es de Biden. Ni siquiera de Donald Trump. Hay que remontarse en los orígenes de un sistema diseñado para salvar determinados intereses en momentos puntuales, de alcance suficiente para cumplir objetivos sin detenerse a mirar el coste ni las consecuencias de sus actos y los actores escogidos para lograr el fin propuesto con suficiente luz larga. Esa que hubiera prevenido los resultados que hoy se critican al actual encargado del gobierno en Washington. 

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