A mediados de1998 una serie de artículos publicados por el periodista independiente Mario Viera suscitaron un profundo revuelo en el panorama de la disidencia y los organismos gubernamentales cubanos. Bajo el titular “
La moral en calzoncillos” Viera se expresaba sobre un hecho que acababa de ocurrir en la conferencia de plenipotenciarios reunidos en Roma para establecer la Corte Penal Internacional. El gobierno de Cuba, a través de su representante el Dr. José Peraza Chapeau, que fungía como director jurídico del Ministerio de Relaciones Exteriores de la Isla, presentó su posición apelando a la independencia del Tribunal respecto al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En su escrito, Mario Viera señalaba el doble estándar de la postura oficial de La Habana respecto al funcionamiento del sistema legal que se exigía con independencia para el exterior mientras en el ámbito interno dependía directamente del orden político establecido. “
La moral en calzoncillos” alcanzó amplia notoriedad y levantó fuertes ronchas en el sector oficialista del país. Peraza Chapeau presentó una demanda por difamación contra el periodista, instancia que al final no llegó a prosperar. Pero aquella frase popular que sirviera para encabezar aquel artículo quedó en la memoria de muchos que vivimos el hecho. Tanto, que hoy me sugiere paralelismos respecto a la situación que vive el mundo en varios asuntos vitales donde valores y derechos padecen la misma carencia de vestimenta, incluso de forma total.
Por estos días ocupa amplios espacios en los medios la situación de centenares de emigrantes, que por diversas motivaciones ingresan de manera ilegal a territorio norteamericano. Se hace evidente la politización que ronda en torno a esta situación, tanto entre los que la alientan como los que se oponen, y con razones o no aplican soluciones que provocan el aplauso de sus votantes y la crítica de sus detractores. En el medio quedan aquellos que viven un drama particular. Pero la polémica que levanta el tema migratorio y sus consecuencias no es único en Norteamérica. En diversos puntos del planeta y ante diferentes realidades el asunto enciende debates, condiciona elecciones y crea conflictos. El problema moral radica en las diferencias en el trato y procedimientos que reciben los protagonistas de la tragedia.
Ya no se habla de los millones de refugiados retenidos en territorio turco o de aquellos que por miles recibieron el rechazo rotundo con golpes e insultos en la frontera polaco-bielorrusa, donde hubo muerte de niños por hipotermia. Aún saltan aquellas imágenes de guardias fronterizos en Texas espantando a puro látigo a centenares de haitianos que intentaban cruzar a suelo estadunidense. El contraste es evidente e indignante cuando se trata de otros flujos migratorios. Un ejemplo es el que generó la guerra en Ucrania. Contrasta el desvelo y hasta la desmesura en el trato dado a los refugiados de ese conflicto y la actitud hacia los que huyen de otros problemas que vienen ocurriendo desde hace años. Unos más recientes que otros, pero que sin pretender disminuir la situación penosa de quienes sufren la guerra en suelo ucraniano, no resultan menos preocupantes y dignos de atención. No obstante, el foco mediático y humanitario se concentra en aquellos que destacan en el escenario geopolítico del momento.
A raíz de iniciarse la contienda entre Rusia y Ucrania una cadena de restaurantes argentinos en Miami ofrecía entre 50 y 60 puestos de trabajo a ucranianos que recibieran visa norteamericana. Además del trabajo se les pagaría el viaje, hospedaje y servicios legales migratorios. En la misma ciudad y en otras muchas, se recogía comida, ropa y enseres para los que huían de esa guerra en suelo europeo. Un chef de alta cocina se trasladó al terreno del conflicto con su equipo para repartir sus platos a los fugitivos. De España salía una caravana de taxis para para recoger refugiados ucranianos que fueron llevados en esos vehículos a la Península y recibidos como héroes en una especie de marcha triunfal. En el plano político destacaban gobiernos y personalidades que hicieron de Ucrania un lugar de visita obligatoria desde el mismo comienzo de la invasión rusa. El presidente Biden anunció de inmediato la autorización de 100 mil visas a emigrantes procedentes de ese país y el Ministro de Relaciones Exteriores japones, al finalizar una estancia en Ucrania, se llevó de regreso a Tokio una selecta cifra de 20 refugiados como si se tratara un trofeo de buena voluntad. Un detalle interesante porque el país asiático no es precisamente muy dado a otorgar ese tipo de beneficios. Pero en el camino quedaban cientos de personas de origen africano y de otras nacionalidades, algunos residentes, a los que se les impedía el camino del refugio. Muchos reportaron entonces que las autoridades fronterizas de ese país les pedían bajar de los vehículos y cuando se resistían a hacerlo les obligaban por la fuerza. “-
No se aceptan negros”, fue la frase dirigida al ciudadano Osumen recogida en un reportaje del medio Independent. El hombre, un nigeriano que vivía en Ucrania desde 2009, trataba de salir con sus hijos de la zona en guerra. Una situación contrastante era reseñada a principios de junio por Euronews precisamente en los accesos entre Polonia y Ucrania, colapsados por un intenso flujo migratorio en sentido inverso al que hasta ese momento había sido el curso normal que seguían los que escapaban. La notoriedad de esa “
crisis”, apenas divulgada, estaba en la larga fila de ciudadanos “afortunados” que regresaban a su tierra con autos comprados a un precio muy moderado y libres de impuestos establecidos por las autoridades de Kiev para coches adquiridos en la Unión Europea.
Por otra parte la prensa destacaba la acogida de animales asustados por el fragor de los combates, que buscaban seguridad en territorios neutrales. En un artículo se describía la huida de ciervos, búhos y hasta un lobo que ingresó en país ajeno. Una amiga me confirmaba entonces que todos los que llegaban desde la nación vecina iban acompañados con sus gatos, perros y otras mascotas, recibidas en la misma condición que sus dueños. Algo parecido ocurría en los límites al sur del Río Bravo, donde el trato y las soluciones a esta situación distaban de las dispensadas a aspirantes al cruce fronterizo provenientes de otros países, que ni soñando podían pensar en el acompañamiento de sus animales afectivos.
Ahora los llamados santuarios migratorios de Estados Unidos se ven en la disyuntiva de acoger algunos centenares de emigrantes ilegales que los gobiernos de Texas o Florida envían por partidas. Un juego macabro si se entiende que se trata de personas envueltas en una situación terrible de dejarlo todo porque se sienten amenazados por la violencia o la miseria que dejan atrás. Curiosamente la respuesta de muchas de esas administraciones tan benévolas hacia la emigración, que gozan de amplios recursos financieros, ha sido la de protestar primero y luego, tras poner el grito en el cielo por este “aprieto” en sus puertas, pelotear a los viajeros hacia lugares apartados. Por su parte el presidente Biden en referencia a la oleada de cubanos, nicaragüenses y venezolanos que arriban de manera descontrolada por diferentes puntos, manifestó que no era lógica la aplicación de deportaciones. Me pregunto si ese criterio contempla por igual a personas de otros lugares que se debaten en situaciones de penuria y muerte. Por citar me remito a los haitianos. El pasado mes de junio el Consejo Noruego para los Refugiados señaló que las diez crisis de desplazados más desatendidas del mundo se encontraban todas en África. Ocupan la lista por orden de virulencia la República del Congo, Burkina Faso, Camerún, Sudán del Sur, Chad, Mali, Sudán, Nigeria, Burundi y Etiopía. El Consejo señala como a diferencia de lo ocurrido en Ucrania o en otras situaciones que interesan a los círculos políticos occidentales, estas crisis padecen falta de financiación, atención mediática e iniciativas políticas y diplomáticas de un mundo que prefiere ignorarlas y guardar silencio. Visto así la moral en criterios migratorios se encuentra carente de toda vestimenta decente. Un desnudo que se repite en otros aspectos relativos a valores y derechos cuya defensa Occidente se presenta como valedor absoluto.