A propósito del XVIII Domingo del tiempo ordinario.
- Padre Alberto Reyes Pías
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A propósito del XVIII Domingo del tiempo ordinario.
Por el Padre Alberto Reyes Pías, sacerdote cubano.
Evangelio: Lucas 12, 13-21.
Dice el libro del Génesis, que cuando Dios presentó a Adán todos los animales, Adán no se sintió parte de ellos. Todo lo contrario ocurrió cuando vio a la mujer.
De todas las diferencias entre los seres humanos y el mundo animal, una de las más interesantes es que el mundo animal se realiza siguiendo sus instintos, mientras que, por el contrario, el ser humano se realiza en la medida en que somete a sus instintos y se hace libre frente a ellos.
El Evangelio de hoy nos presenta a un hombre materialmente triunfante, que ante la abundancia de sus bienes se pregunta qué hacer con tanto. Lo llamativo es que, en la ecuación de su reflexión, no existe nadie más que él: ni familia, ni amigos, ni vecinos, ni pobres, ni necesitados, ni (por supuesto) Dios… existe él, sólo él.
Por instinto, tendemos a mirar sólo por nosotros mismos, y en cierto grado, es bueno, justo y necesario hacerlo: es importante atender a nuestras necesidades, perseguir nuestros sueños, tener logros, construir relaciones ventajosas. Es bueno porque, precisamente, al estar bien y progresar en la vida, podemos ayudar mejor a otros a que progresen.
El problema es que, por instinto, la satisfacción de nuestras necesidades hace que sea muy fácil que el otro desaparezca. Una vez que he comido, que me he resguardado de la lluvia, que me he secado y calentado, que tengo los medicamentos necesarios, que he construido un techo seguro, que tengo el transporte que necesito, que he triunfado económicamente... es relativamente fácil olvidarse que, a mi alrededor, hay gente que pasa mucha necesidad.
Y es aquí cuando el ser humano puede crecerse como ninguna otra criatura puede hacerlo, y aprender a mirar al otro, ser sensible ante su miseria, escuchar su necesidad, acercarse a su precariedad, ver al otro, en definitiva, como a un hermano. Es lo que llamamos empatía, solidaridad, misericordia, caridad… Pero esto no es instintivo, esto necesita ser enseñado, trabajado y cuidado.
Cuando un niño pequeño se divierte con sus juguetes y otro se acerca, la actitud (instintiva) más común es tomarlos y decir: “mío”. Cuando a un niño se le da un caramelo, la actitud (instintiva) más frecuente es comérselo sin ni siquiera mirar al que se lo ha dado.
Por eso ayuda tanto a un ser humano que, desde pequeño, se le enseñe que el otro existe, que es sujeto de agradecimiento, que necesita ser bienvenido, que las cosas se comparten, que el mundo no se agota en el propio ombligo.
El impulso natural siempre será “resolver lo mío”, pero la buena noticia es que, en la medida en que nos entrenemos en reconocer que el otro existe y que Dios me ha puesto allí para que caminemos juntos, llegará el momento en el que pensar en el otro se hará “carne de nuestra carne y hueso de nuestros huesos”, y lo que un día fue una débil fuerza sometida por el instinto, se convertirá, poco a poco, en la gran fuerza que alimente la transmisión perenne de un mensaje: “existes, tú existes”.