Desde todos los espacios de la vida ciudadana se han multiplicado los balances políticos, económicos y sociales del mandato chavista durante 25 años en el poder, siendo por tanto, oportuno arrimar la leña al fuego del escrutinio lo sucedido en el campo del mundo del trabajo, como tema sensible para un régimen que se ha jactado de calificarse a lo largo del siglo XXI como el “defensor de la clase obrera”.
Orientación anunciada en los prolegómenos del inicio de gestión en 1999, cuya deriva se expresó en el articulado laboral del 87 al 97 elaborados en el seno de la asamblea constituyente, anunciada como una de las más avanzadas del continente, como cumplimiento de promesas planteadas en 1998 por el entonces candidato Hugo Chávez, quien propusiera la defensa de las prestaciones sociales, la seguridad social y las condiciones de trabajo entre otras reivindicaciones políticas y sociales jamás cumplidas por el régimen.
Pronto las verdaderas intenciones gubernamentales serían develadas, y más temprano que tarde la realidad descartaría con creces el texto constitucional, convirtiendo en ficción y decepción para los trabajadores las esperanzas de redención laboral anunciadas por el autoritario presidente y su tropa de incondicionales.
Al manifestar el rechazo del naciente régimen a las movilizaciones sindicales de 2001 en procura de reactivar la negociación colectiva en el sector público, calificadas como excusa de acciones conspiradoras por ser provenientes del “sindicalismo corrupto cetevista”, determinando el caldo de cultivo a un escenario de confrontación, que tuvo su desenlace explosivo en los paros nacionales de abril y diciembre 2002.
De allí en adelante la estrategia gubernamental se centró en la desactivación y fractura del movimiento sindical, mediante el paralelismo sindical y la utilización de las estructuras del estado para fortalecer un sindicalismo oficialista dócil a las políticas laborales gubernamentales.
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