¿Qué mundo le hemos dejado a nuestros nietos?

Este es el título que corresponde 40 años después que la UNESCO publicara una compilación de ensayos y ponencias, producto de una mesa redonda organizada en junio de 1978, en un libro titulado: “¿Qué mundo vamos a dejar a nuestros hijos?”

Resulta que ya es el mundo de nuestros nietos y sucede que la inmensa mayoría de nosotros y de nuestros hijos, así como de los gobiernos que han sido elegidos o hemos sostenido con diversas actitudes de negligencia política, conveniencia o simple indiferencia, no hemos atendido a esas advertencia ni nos hemos preocupado activamente de resolver los tantos problemas que ya eran urgentes desde entonces y que a estas alturas se han convertido en verdaderas crisis.

Este ejercicio profético se hizo en vísperas del Año Internacional del Niño, celebrado en 1979, donde se pretendía plantear la responsabilidad que las generaciones entonces dominantes tenían con su descendencia: Edificar, ¿un mundo mejor? ¿un mundo sano? ¿un mundo estable? Se discutía entonces también el “escándalo del súper armamentismo” que los abocaba a su propia destrucción y hasta se realizó en esos meses una sesión extraordinaria de las Naciones Unidas sobre el desarme. Apenas 12 años después se desplomó y desintegró el imperio soviético, pero no se produjo tampoco el desarme ni disminuyeron los conflictos sino que han aumentado y se han extendido por casi todas las regiones del globo.

Algunos proclamaban que estábamos en la antesala de “un nuevo orden internacional” y que esa meta era la única garantía de paz. Uno de los participantes señalaba el gasto “excesivo” en armamentos a nivel mundial,  que según sus cálculos alcanzaba la cifra de 400 mil millones de dólares anuales.  Pues bien, en 2016 se calcula que el gasto alcanzó la cifra de 1 billón 686 mil millones de dólares (US$1.686.000.000.000).  Sólo Estados Unidos gastó más en su presupuesto militar en 2016 que la suma de todos los países del globo (incluyendo a los EE.UU.) habían gastado en 1978. El gasto actual promedia el equivalente de $250 anuales por cada habitante de la Tierra.  Si se cortara sólo a la mitad, esos 843 mil millones invertidos en el desarrollo, la modernización de la infraestructura, la ciencia y la educación, bastarían para iniciar un nuevo auge de desarrollo y progreso para toda la humanidad.

Para muchos este “nuevo orden mundial” sería el producto gestado por la crisis que ellos percibían en nuestro planeta en esos momentos. Se hablaba con urgencia de la necesidad de ir abandonando los combustibles fósiles para desarrollar fuentes de energía renovables.  Cuarenta años después seguimos dependiendo del petróleo y el carbón, pese a que hay muchas nuevas tecnologías capaces de desarrollar otras fuentes de energía a bajo costo. Se hablaba también de la pesca masiva que estaba diezmando peligrosamente las especies marinas, sobre todo con el sistema de redes de arrastre.  Ahora la situación es mucho peor y, además, la contaminación de los océanos es un verdadero desastre, sobre el cual, lamentablemente, se habla poco, porque … ¡no es noticia!

Paolo Grassi, un conocido historiador italiano, señalaba en el libro que: “La violencia es, en efecto, el inquietante fenómeno del mundo entero … Y esa es, desgraciadamente, la herencia principal, y con mucho la más pesada, que dejamos a nuestros hijos”.  Y refiriéndose a la televisión, añadía que: “Deberíamos comprometernos a mostrarles a nuestros hijos modelos humanos de alto contenido cultural (aunque no necesariamente de erudición) a fin de ayudarles a imaginar otras maneras de ser, de actuar y de construir su propia vida”. Sin embargo, al cabo de cuatro décadas nuestros nietos han heredado un clima de violencia mediática que llega al paroxismo, tanto en la TV como en el cine y, sobre todo, en los juegos electrónicos.  Matar y torturar está a la orden del día en casi todos los programas; además del sexo permisivo que mostramos en las pantallas, que en aquel entonces se habría calificado de pornográfico. Incluso escenas de sexo que con demasiada frecuencia son de verdadera violencia, aún cuando se presenten de mutuo consentimiento.

Precisamente, Sean Mac Bride, Premio Nobel de la Paz de 1974, hacía hincapié en el libro sobre el tema de la tortura y el concepto relativista que ya venía intentando justificarlo con el pretexto de la “seguridad nacional”. Decía que: “Este es un nuevo fenómeno, pero indudablemente constituye una de las manifestaciones de la actual situación, ya que en más de 60 países del mundo la tortura se utiliza como un instrumento de gobierno”. Lo más grave es que entonces se condenaba a esos países (eran “los otros”) y el mundo democrático, en su mayoría, respetaba los Convenios de Ginebra y proclamaba su indignación por estas prácticas inhumanas, mientras que casi medio siglo después, hay un ambiente de impunidad casi universal para quienes justifican la tortura “en los casos en que es indispensable para salvar otras vidas o para garantizar la seguridad”. Por tanto, se ha borrado la distinción entre países democráticos y antidemocráticos frente al dilema ético de la tortura.  Hemos descendido a igualarnos con los enemigos de la democracia y los violadores de los derechos humanos. Esto contrasta notablemente, al menos en Estados Unidos, con lo que aprendí durante mi servicio militar en la Armada de Estados Unidos (1963-1969). Entonces se enseñaba que el militar honorable debía respetar a los prisioneros como seres humanos con derechos reconocidos y que bajo ningún concepto podíamos emplear la tortura.  Se nos decía que esa ética nos concedía la moral suficiente para reclamar igual trato para los nuestros y exigir el castigo sumario de los violadores. Hoy día los prisioneros procedentes de países democráticos no pueden exigir lo mismo de sus captores. Hemos perdido la estatura moral.  

El libro nos hablaba también de la lucha contra la desertificación, la desaparición de los bosques, la desaparición de miles de especies que mantenían el equilibrio ecológico, la contaminación ambiental, y muchos otros problemas, con soluciones viables y notas de optimismo sobre lo que se iba a hacer para evitar una mayor y catastrófica degradación del planeta. Huelga decir que estamos muchísimo peor que entonces.  Los desiertos han crecido enormemente, los bosques desaparecen a pasos agigantados, ya prácticamente no hay ríos, lagos o siquiera el mar que no estén seriamente contaminados, el mundo se ahoga en montañas de basura y desechos plásticos y hasta nuestros alimentos están contaminados con mercurio, pesticidas, salmonella, etc., etc.  Todo en nombre de la fácil conveniencia de hoy a costa del desastre del mañana. Nos resulta demasiado incómodo y costoso el reciclaje y muy barato y cómodo el sistema del descarte de casi todo lo que usamos. Es más importante la producción que la conservación de los suelos y la sanidad de los cultivos.  ¡Los nietos de nuestros nietos tendrán que sufrir y pagar nuestro derroche y negligencia de ayer y de hoy!  Pero para entonces ya no será nuestro problema.  En otras palabras, practicamos un salvaje egoísmo que está hundiendo el planeta.

Han Suyin, una doctora en medicina de origen chino, se preguntaba en ese libro de la UNESCO: “¿Dónde están los niños?”  Y añadía: “Ayer y esta mañana he hablado con algunos niños acerca del tipo de mundo que estamos construyendo para ellos. Lo primero que dijeron fue: «¡Ah, no! Eso no es justo. No pueden hablar de nosotros a nuestras espaldas». Y esto es precisamente lo que estamos haciendo.”

No sólo se trata de si tenemos en cuenta o no el futuro de nuestros hijos y nuestros nietos, sino de si tendremos la entereza moral de enfrentar estos problemas con el ánimo de resolverlos o contribuir a resolverlos por todos los medios posibles y a cualquier costo, con la voluntad de renunciar a muchas de nuestras comodidades y conveniencias para no dejarles el costo abrumadoramente multiplicado de nuestros derroches.

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